Análisis

¿Una persona, un voto?

Se reabre el debate sobre la reforma de la Ley Electoral para lograr un ajuste más equitativo entre sufragios y escaños

Como si fuera una premonición de lo que vendría después, Albert Rivera insistía en que los votos no son de nadie. Solía ser su respuesta cuando le preguntábamos en alguna entrevista por el origen de los sufragios de Ciudadanos: desde 2014 hasta el 28 de abril de 2019 su crecimiento parecía no tener techo, tanto en los sondeos como en la prueba de fuego de cada cita electoral. La corriente alcista se frenó en las elecciones del 10-N y aquellos votos, que no eran de nadie, ya no fueron tampoco de los naranjas y se dispersaron entre otras formaciones políticas y la abstención. Mantuvieron, sin embargo, más de un millón y medio de votos que se tradujeron en los 10 escaños que defiende Inés Arrimadas y que se han convertido en el objeto de deseo de los partidos que les rodean en el arco político. En estos días de celebraciones (discretas) de éxitos pasados, el recuerdo de los 25 años de la victoria del PP de José María Aznar nos devuelve al debate de los legados políticos, al de las pugnas por conquistar disputados espacios del espectro parlamentario y, además, nos remite a otro que se abre cada cierto tiempo sobre el sistema electoral español y la distorsión que puede suponer su modelo representativo. Los más de nueve millones de votos que el PP tuvo en el 96 le permitieron consolidar una mayoría absoluta incontestable, mientras los más de diez que se reparten hoy PP, Vox y Cs no logran traducirse ni en capacidad de gobierno ni en peso suficiente en el Congreso de los Diputados por la distribución del sistema D’Hondt al tratarse de diferentes partidos.

Territorios privilegiados

Esta fragmentación, que refleja tan bien la atomización ideológica de las sociedades occidentales, no es exclusiva de la derecha, sino común a todas las sensibilidades y complica la necesaria correlación entre los votos que obtienen las formaciones políticas y el poder (real y efectivo) que consiguen. El sistema electoral español, que se rige por la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) del año 85, responde a la premisa de «una persona, un voto», aunque eso no se traduce en que todos los votos valgan exactamente lo mismo. A lo largo de los últimos años, su reforma ha sido una propuesta recurrente de los partidos recién llegados, Ciudadanos y Podemos, como antes lo fue de los minoritarios, el caso de Izquierda Unida, que aspiraban a que el modo de reparto de los escaños no beneficiara siempre al bipartidismo. Sin embargo, estos intentos de cambio no han prosperado y se mantienen las críticas al sistema D’Hondt (el del cálculo proporcional creado a finales del siglo XIX por el jurista belga que le da nombre). En su origen, este modo de organización pretendía compensar a aquellos territorios más despoblados y que estarían infrarrepresentados en las instituciones. Pero, de facto, genera distorsiones en la representación y desequilibra el valor que tiene el voto de cada ciudadano: el escaño de Teruel Existe, por ejemplo, se ha conseguido con 19.696 sufragios, mientras Más País ha necesitado 192.352 para obtener un asiento en la Cámara Baja.

Paradigmático, en este sentido, es también el caso de Cataluña, donde beneficia a los partidos independentistas, que cuentan con más apoyos en zonas rurales y con menos población, frente a las áreas urbanas y más constitucionalistas en las que los sufragios se reflejan en menos representación (casi 50.000 votos de Barcelona para un escaño por los poco más de 21.000 que suponen lograr un diputado en Lleida).

Y esta cuestión que, de manera indefectible, vuelve a tratarse tras cada cita con las urnas, se olvida cuando superamos el ciclo electoral. Sin embargo, desde el pasado mes de diciembre la plataforma Otra Ley Electoral (OLE) impulsa el debate para que se traduzca en cambios concretos y promueve una recogida de firmas a favor de la reforma. Formada por escritores como Mario Vargas Llosa, filósofos como Fernando Savater, cineastas como José Luis Garci o expolíticos de distintos partidos, como César Antonio Molina (PSOE) o Francisco Sosa Wagner (de la extinta UPyD), la organización aspira a que el principio de «una persona, un voto» responda a la realidad de la manera más fiel posible para que la representación en las instituciones se ajuste a la pluralidad política del país.

El límite del 3%

Además de acabar con el sistema actual que sobrerrepresenta a las provincias más pequeñas, los impulsores de la reforma quieren también que el porcentaje mínimo provincial para entrar en el Congreso, que es de un 3%, pase a ser de ámbito nacional. Esto complicaría la entrada en el Congreso (que no es un órgano territorial, para eso ya está el Senado) de algunos partidos regionalistas o nacionalistas sin respaldo suficiente a nivel estatal A estos cambios, concretos y tangibles, se le suma una aspiración más genérica y ambiciosa que inspira el proyecto (definido por sus impulsores como «transversal y neutral ideológicamente») y que busca aumentar la conexión entre políticos y ciudadanos: romper la distancia que parece situarles, a veces, en planos diferentes.

Es cierto que la representatividad en las sociedades actuales es una cuestión mucho más compleja (tanto cuantitativa como cualitativamente) que la que podía aplicar Pericles en la Grecia del siglo V a. C., pero siempre es necesaria una actualización para mantener la conexión e impedir los avances de la antipolítica. A D’Hondt (y su sistema) le puede surgir un serio competidor en Thomas Hare, jurista y legislador inglés, que ideó un método electoral más proporcional y que incluía también listas abiertas. Aunque ese ya es otro debate.