Sabino Méndez

Levanta la cabeza

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en su comparecencia tras valorar el supuesto caso de espionaje a independentistas
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en su comparecencia tras valorar el supuesto caso de espionaje a independentistasKike RincónEuropa Press

Por lo que se va conociendo del software espía «Pegasus» parece ser que consigue hacer cosas muy variadas: desde escuchar las conversaciones del espiado, leer los textos, hasta incluso piratear contraseñas del usuario. También permite otras operatividades más novelescas como activar por control remoto el micrófono o la cámara del terminal pirateado, e introducir en la memoria del dispositivo imágenes ajenas al propietario, así como borrar o hacer desaparecer a voluntad algunas de las que ya se hallan en él. Se podrá decir lo que se quiera de los programadores del espionaje informático pero, en lo suyo, la verdad es que son unos hachas. Qué tíos. El suceso tiene tantas derivadas diversas en campos tan variopintos (técnicos, éticos, penales, estratégicos, políticos…) que uno ya no puede parar de preguntar.

Para darle más suspense al asunto, resulta que los 63 supuestos espiados instalaron voluntariamente una aplicación para rastrear si sus móviles estaban siendo vigilados, con lo cual las preguntas se multiplican geométricamente en el acto. ¿Quiere decir eso que la cifra de 63 teléfonos se circunscribe a los que han podido detectarlo solo porque instalaron el software de rastreo? ¿Pudiera haber muchos más usuarios espiados entre los que no tenían a su alcance la posibilidad de acceder a ese sistema? ¿Los que instalaron el sistema de rastreo lo hicieron porque sabían que eran susceptibles de ser espiados? ¿En ese caso, estamos ante una partida de ajedrez –con forma de secretismo– disputada entre jugadores marcadamente ineptos? Porque la complejidad aumenta (ahora ya en el plano ético y judicial) cuando observamos que varios de los 63 estaban embarcados en 2017 en el despatarrante proyecto de anunciar a bombo y platillo en público que tenían la intención de vulnerar la ley convocando un referéndum ilegal con el dinero de todos. ¿Es inmoral espiar a alguien que amenaza con cometer un delito? Ojo, no pregunto si legal, sino moral. En lo que al plano de la legalidad se refiere, sabemos que ahora, con la nueva ley del 2020, se requiere de la doble autorización judicial para espiar a alguien con esos dispositivos. ¿Pero qué pasaba en 2015 y 2017?

Los independentistas, divididos y en horas bajas, han salido en tromba a gritar escándalos y, poniéndose tan infantilmente hiperbólicos como siempre, a hablar insistentemente de «Catalangate». Esperan con ello comprobar si pueden reunir un poco a todas sus dispersas fuerzas bajo el tótem de «Cataluña espiada». Pero, claro, cuando se empieza a ahondar en el tiempo y se descubre que «Pegasus» comenzó a sonar hace una década en torno a nombres como Villarejo y el pequeño Nicolás, y que entre sus víctimas estaban el ministro Sebastián o Fernández de la Vega, los indepes cambian entonces rápidamente de conversación. Ellos desean visualizar una vez más el enésimo estereotipo de las cloacas gubernamentales y el estado opresor. Pero, a la que se descuidan, resulta que la visualización se les tiñe de astracanada con personajes propios de vodeviles chantajistas. ¿Los audios de Piqué y Rubiales habrán salido también finalmente de «Pegasus»? Los servicios de inteligencia son por definición secretos. El conocido software está claro que los israelíes lo han vendido en muchos casos a quien no tenían que vendérselo. Los de Esquerra aseguran que han congelado sus relaciones con el gobierno por el asunto, pero se diría más bien que, en lugar de ponerlo en el congelador, lo que han hecho es poner el móvil en arroz porque lo tenían un poco pringado de fluidos. Puestas así las cosas, no queda más remedio que recomendar una vez más levantar la cabeza del móvil y mirar alrededor.