Rebeca Argudo
Las dudas éticas de «a cambio de...»
¿Podemos confiar en Bildu para controlar el relato de la historia? Es de mal gusto que coincida con la fecha de Miguel Ángel Blanco
Apenas unos días después de saberse que el PSOE sacaría adelante la ley de Memoria Democrática gracias al apoyo de Bildu, este grupo parlamentario se negaba a condenar el asesinato de Miguel Ángel Blanco. No debería sorprendernos lo segundo y es preocupante que tampoco lo haga, a estas alturas, lo primero. No debería sorprendernos la negativa, digo, porque nunca han condenado explícitamente ni uno solo de los asesinatos cometidos por la banda terrorista. Han recurrido siempre al uso de fórmulas de funambulismo retórico, filigranas sofistas para que parezca que se dice lo que no se dice sin decir tampoco lo que se está diciendo en realidad: «lamentamos el posible dolor que hayan sufrido», «sentimos si en algún momento pudimos causar algún daño»... O, como en este caso, se solidarizan con las víctimas y reclaman memoria, justicia y reparación. ¿Para quién la reclaman? ¿Con qué víctimas se solidarizan? Porque según su relato, el que están tan cerca de imponer gracias a la connivencia de este gobierno de coalición, los miembros de ETA perseguidos en democracia podrían ser considerados víctimas y ser indemnizables «por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos».
¿Son esas las víctimas con las que se solidariza Bildu? ¿Son esas para las que reclama memoria, justicia y reparación? Pues tiene toda la pinta, sí. No creo que sea con las de los 379 asesinatos cometidos por ETA que siguen pendientes de resolución, cuyos autores no han pagado por ello y sus familias continúan sin ser indemnizadas. Y no lo creo porque, si así fuera, no tendrían ningún problema en condenar expresamente la barbarie y en pedir perdón a las víctimas. A las verdaderas. Es cierto que negociar con Bildu es legítimo. Lo que no tengo tan claro es que sea ético aceptar su apoyo a cambio de concesiones (esto es importante, el «a cambio de») en, precisamente, la ley de Memoria Democrática. Igual de inaceptable, debo decir, me habría parecido consultar para elaborarla al único ministro vivo de Franco que aún anda por ahí, por poner un ejemplo al azar. ¿Podemos permitirnos como sociedad democrática confiar en ellos para controlar el relato de nuestra historia? ¿Para gestionar los datos y transmitir lo ocurrido, de manera lo más fiel posible a aquello que llamamos «la verdad»?
Permítanme que lo dude. Solo tiene uno que remitirse, no ya a tiempos pretéritos, sino a los más recientes: los mismos que escamotean el reconocimiento a las víctimas y la condena a los asesinatos son los que homenajean a los victimarios y enaltecen sus actos. Imaginen lo que serían capaces de sostener a poco que se despiste alguien.
Y si la primera víctima ahora del atropello, de la traición que supone la genuflexión indigna de la cuadrilla de Sánchez, es nuestra verdad histórica, no lo es menos la memoria de los que fueron asesinados por los terroristas, algunos compañeros de formación de los que ahora miran para otro lado mientras se desprecia lo que entregaron, ellos sí, por la democracia.
Que además coincida en el tiempo con el aniversario tanto de la liberación de Ortega Lara como de la ejecución de Miguel Ángel Blanco, casi parece una broma de mal gusto. Pero qué le va a importar al infame nada más que su persona. Si ya suponíamos que era capaz de vender hasta a su madre por un ratito más en el poder, ahora ya sabemos que de lo que sí es capaz es de vender a nuestros muertos.
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