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Opinión

Decretar el idioma

En España rara vez se discute de ideas, solo de signos ideológicos. Y esos ideólogos quieren que las palabras dejen de servir para pensar y sirvan para posicionarse

La lengua no puede ser un código moral. Es el espejo moral de una sociedad Dreamstime

El español, que antes era una casa con patio y voz de todos, se nos está llenando de ministros y comisarios. De pronto la institucionalidad del idioma, asentada en la RAE y en el Cervantes, al menos en lo formal, ha vuelto al debate a cuenta de unas declaraciones del presidente del Instituto sobre la idoneidad o no del director de la Academia para serlo y en el revuelo se ha desvelado la pugna por hacer o no del idioma un sospechoso.

Pero realmente, tal debate no existe. Existe, sí, un intento de ocupación. La ideología en su versión desaforada, que tan eficazmente ejecuta el Gobierno, ha decidido que las palabras deben comportarse, que la gramática tiene que militar en algo. Y la RAE, que durante años prefirió la mesura al protagonismo, ha tenido que salir a defender lo que siempre fue suyo: la autoridad del uso, la continuidad del sentido. El fondo no es lingüístico, sino de poder. No se trata de quién define un pronombre, sino de dictar una moral, de que los comisarios del progreso, insaciables en sus ansias, quieren colonizar un espacio más. Porque el llamado lenguaje inclusivo, esa neolengua con aires de amabilidad azucarada, no pretende decir más, pretende mandar más. Y en la medida en que conquista la palabra, conquista el pensamiento. Lo ideológico lo quiere, vive de eso; la RAE se defiende. Nada más.

Porque la Academia, en este asunto, ha recordado lo obvio y, por tanto, lo imperdonable: que una lengua no se gobierna con decretos, sino con uso; que la gramática no es una prisión, sino una forma de continuidad y que toda lengua viva es también herencia, y que renunciar a ella equivale a expropiarse de la memoria. Por eso la atacan: porque defiende la libertad del lenguaje frente a su planificación quinquenal. Porque la RAE, como cualquier hablante común, aún cree que la realidad existe y que la forma de nombrarla no puede degenerar en una herramienta para controlarla y, a fin de cuentas, adecuarla a unos postulados ideológicos.

Porque en España rara vez se discute ya de ideas, solo de signos ideológicos. Y son esos ideólogos quienes quieren que las palabras dejen de servir para pensar y sirvan solo para posicionarse; que cada término delimite un territorio moral y trace un mapa de adhesiones. Quieren que no se busque un sentido, sino solo un ramplón alineamiento para que el lenguaje sea un espejo en el que cada grupo se contemple satisfecho. Así se desvanece el pensamiento y queda la costumbre de disentir sin escucharse. Y el idioma, que era casa, sea ahora excusa para un nuevo campo de batalla.

En la liza, el Cervantes, que de un tiempo a esta parte parece empeñado en gustar. Se ha convertido en la versión turística de la lengua: sonriente, viajera, convertida en producto de exportación. Pero el idioma no se promociona como un vino ni se adapta a las modas del mercado: se vive, se transmite, se amplía. Esa ansiedad por agradar es una forma moderna del acatamiento: una cultura que busca aceptación antes que respeto. Y ahí está el verdadero riesgo: cuando la palabra se convierte en escaparate, acaba siendo solo eso.

La paradoja es que el español no necesita defensores: se basta a sí mismo. En los bares, en las calles, en los correos electrónicos, sigue viviendo con la naturalidad que los académicos solo documentan. Porque la RAE no se apropia del idioma; lo custodia. El idioma pertenece a los hablantes, y es eso quizá –ese reducto de libertad no intervenida por el Gobierno– lo que provoca el revuelo. La gente habla, inventa, modifica, y lo hace como considera, porque el idioma no sufre con los cambios, muere por la manipulación.

Por eso resulta tan inquietante esta fiebre de reformismo gramatical, de quién tiene la potestad de nombrar, de quién decide qué palabra será inocente y cuál culpable. Cuando el idioma se somete a la moral de las consignas, se convierte en instrumento de vigilancia. Se habla entonces para no ser acusado, no para ser entendido. Y el principio de realidad queda en entredicho. De ahí la necesaria defensa de la Academia y su existencia, más en estos tiempos, porque mientras existan instituciones que recuerden que no todo se puede decretar –ni el género, ni el sentido, ni la gramática–, quedará el idioma a salvo y seguirá siendo fiel a su naturaleza como medio de entendimiento y espacio de libertad.

Hay en todo esto una nostalgia disfrazada de modernidad: la ilusión de que cambiando las palabras cambia la realidad. Pero las palabras no redimen, solo nombran. Y si se las forzara a redimir, se corromperían. No es solo que no deba, es que la lengua no puede ser un código moral. Es el espejo moral de una sociedad. También en las polémicas que la rodean, como la de estos días, que refleja la tensión en la que está el país, la sociedad y el poder que le hace cúspide, entre si seguir creyendo que las palabras significan algo o asumir que solo sirven ya para el posicionamiento.