Constitución

Derecho de decidir

En caso de existir sólo lo detentaría el conjunto del pueblo español, que para eso precisamente se dotó –incluidos más del 90 por ciento de los catalanes– de una Constitución en 1978. Apelar a él equivale por tanto a un ataque frontal a las bases de la democracia de nuestro país.

Derecho de decidir
Derecho de decidirlarazon

En caso de existir sólo lo detentaría el conjunto del pueblo español, que para eso precisamente se dotó –incluidos más del 90 por ciento de los catalanes– de una Constitución en 1978. Apelar a él equivale por tanto a un ataque frontal a las bases de la democracia de nuestro país.

El derecho a decidir, así formulado, escueta y limpiamente, parece el menos discutible de los derechos. Nadie en su sano juicio se atrevería a poner en cuestión el derecho de un individuo o de un grupo de seres humanos a decidir su destino, su capacidad para dotarse de normas de existencia y su libertad para definirse a sí mismo según su propia voluntad. Desde Kant y su invitación ilustrada a emanciparnos de la servidumbre de la superstición y el poder arbitrario, hasta la postmodernidad, en la que cualquier «relato» puede fundar una identidad, sea cual sea esta, el derecho a decidir ha recorrido toda la modernidad y alcanza la apoteosis en nuestro tiempo.

El problema es que el derecho a decidir no existe, o no existe en ciertos campos, como es el del derecho ni, por extensión el de la política en democracia. Sí existe, en cambio, el derecho de autodeterminación. En realidad, es eso de lo que se está hablando cuando se invoca el «derecho a decidir». El inconveniente, claro está, es que el derecho de autodeterminación está regulado por el derecho internacional.

Afecta a dos situaciones precisas. Una es el derecho de autodeterminación de los pueblos colonizados, un derecho que la ONU fijó en 1960, reconocido universalmente y que afectó en su tiempo a lo que hoy son naciones independientes, en su tiempo bajo la soberanía de naciones europeas.

La otra situación en la que se contempla el derecho de autodeterminación es la aplicable a aquellos grupos que son objeto de discriminación y represión de sus derechos fundamentales. Esta situación está contemplada por la ONU en otra resolución de 1970, a la que se llegó después de una laboriosa negociación.

Cataluña no se encuentra en ninguna de estas dos situaciones. No es un pueblo colonizado ni está ocupado por una potencia extranjera que usurpe su soberanía y explote sus recursos económicos. Ni siquiera en el caso de aceptar el slogan de «España nos roba», que ya sería mucho aceptar, estaríamos en este supuesto, porque lo que subyace en el eslogan es lo contrario: la afirmación de la superioridad de los catalanes sobre el resto de los españoles.

En cuanto al segundo, incluso aceptando la definición de los catalanes como una «minoría», algo que responde mal a la realidad de la sociedad catalana, más plural y diversa de lo que ese término identitario sugiere, no existe el menor asomo de represión de ningún derecho por parte del Estado español. Al contrario, desde la Constitución de 1978, el Estado ha venido respaldando, garantizando y financiando las instituciones y la administración de autogobierno, la enseñanza y la difusión de la lengua catalana, así como casi cualquier forma de cultura propia de Cataluña. Nunca la cultura catalana, en cualquiera de sus manifestaciones, ha podido desarrollarse con tanta libertad ni ha tenido mayor difusión, en particular en España. Y nunca los catalanes habían alcanzado un grado de autogobierno como el que han tenido en estos años. Nada más lejos, por tanto, de la situación de violación grave, masiva y sistemática de los derechos humanos del pueblo catalán, único motivo que vendría a justificar la secesión como remedio de una situación de opresión, tal como ha explicado el profesor José Antonio Perea Unceta.

Ante la evidencia de que Cataluña no es una colonia ni los derechos de los catalanes están conculcados o reprimidos por el Estado español, más bien al revés, la invocación del derecho de autodeterminación suena incongruente y extravagante. De ahí el repliegue táctico al llamado «derecho a decidir». Al no tener contenido jurídico alguno, es un eslogan entre sentimental y político, más romántico y fácil de aceptar por la mentalidad moderna e incluso la postmoderna. (Barcelona siempre ha presumido de ser archivo de la novedad, albergue de los alternativos, hospital de los desahuciados y patria de todos los milagros y utopías.)

Claro que el derecho a decidir, al situarse fuera de cualquier definición jurídica, también se sitúa al margen de la ley y apela a un gesto, supuestamente democrático, en el que la decisión es legítima siempre que una mayoría la respalde. Los criterios son subjetivos, como el de sentirse una nación, oprimida o «incómoda», y tener el convencimiento de que se es algo que la situación actual de esa minoría le impide ser. Esto es lo que están planteando los independentistas en Cataluña ahora mismo. Y no tiene ningún respaldo jurídico ni democrático.

Ninguna Constitución europea, como no sea la de Liechtenstein, reconoce este derecho, como no reconoce el de autodeterminación. También es ajeno a la propia Unión Europea, que hace de las constituciones nacionales un elemento básico de su propio ordenamiento jurídico y político. Y es contrario a la Constitución española, al situarse al margen de la ley.

Aunque parece difícil soslayar el artículo 2 sobre la indisolubilidad de la nación, que insinúa la precedencia de la nación sobre el Estado y veta cualquier decisión de este sobre la integridad de aquella, es posible suponer que la Constitución española permitiría el derecho a la secesión en el caso de que así lo decidiera el sujeto soberano y constituyente, que es el conjunto del pueblo español, incluidos aquí los catalanes. El requisito para llegar a alcanzar la separación pasaría entonces por el acuerdo de una mayoría cualificada de nacionales españoles. El «derecho a decidir», si es que existiera, sólo lo detentaría el conjunto del pueblo español, que para eso precisamente se dotó –incluidos más del 90 por ciento de los catalanes– de una Constitución en 1978.

La apelación a un supuesto derecho a decidir de Cataluña equivale por tanto a un ataque frontal a las bases de la democracia española, constituida como Estado de derecho en el que la ley tiene por lo menos tanta relevancia como cualquier posible mayoría. La Ley de Transitoriedad votada por una parte del Parlamento catalán no es por tanto un acto fundador de una nueva soberanía, sino un acto de subversión de la democracia liberal entre cuyas instituciones están las de autogobierno de la propia Cataluña. En el fondo del «derecho a decidir» laten la fuerza y la violencia.