La noria
Este camarote está muy lleno: el guapete, la hippie y los amigos gorrones
Fin de semana de San Valentín, pero no todos están para celebrarlo. Hay relaciones, como la de Pedro y Yolanda, que se han convertido en tóxicas, dependientes. Ya no suman
«En las fiestas no te sientes jamás; puede sentarse a tu lado alguien que no te guste» (Groucho Marx). El día que Pedro lo hizo, harto del dolor de pies tras caminar por la sala buscando compañía, y se aposentó junto a él la lenguaraz Yolanda, no podía ni imaginar cómo acabaría esa fiesta. Al igual que en los inicios de todo cortejo, los dos se dijeron cosas en bajito para comerse la oreja. Yolanda, zalamera, entornaba los ojos y esbozaba sonrisas por doquier ante aquel mozo de buen ver. Ella acababa de salir de una tortuosa relación con un melenas que le había salido rana, y él tonteaba con todas.
En muy poco tiempo establecieron las bases de su relación. Lo primero, el trabajo. Para dedicarse más el uno al otro, tendrían que «rascar» media hora al día de su jornada laboral. Pero no lo veían como un problema. Los becarios podrían comerse sus marrones, que para eso tenían un estatuto. Después, deberían buscar un pisito en el parque público de vivienda y contratar a una persona de servicio (pero con contrato) que se encargara de limpiar toda la mugre o esconderla bajo la alfombra, que no iba a ser poca. Pero chocaban por el sueldo mínimo de la limpiadora, que desencadenaría tiempo después en una grave crisis entre ambos por 50 euros de la cuenta común, y que tendrían que incluir en la declaración de la renta conjunta. También habría que cambiar la cerradura de la casa para evitar que se la okuparan y se llevaran la cafetera y los regalos que había recibido el guaperas. Y, por supuesto, entre ellos, nada de mordazas.
Otro punto de este pacto era que, como buena pareja hippie, no podrían ir de vacaciones en avión si el trayecto era corto –él se lo saltó siempre–, mejor en tren, cuando funcionase, claro. Y, aunque a Yolanda le costaría la vida misma, de aquí a 2030, tendría que deshacerse de la laca, que eso contamina mucho el planeta.
Así pues, con todo ya acordado, Pedro haría suya la frase de aquel con bigote: «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros». Ella aceptó.
Y así fue pasando esa relación con más bajos que altos. Sus amigos, los de una y otra parte, tampoco se lo ponían fácil. Cuando celebraban cenas en su pisito (nunca cocinaban, la comida la traía un «rider»), y se juntaban todos, volaban los cuchillos si se ponían a discutir sobre la reforma laboral, el problema de la vivienda, el desempleo..., pero la chispa, sobre todo, la encendían los amigos de Pedro que, por cierto, iban con las manos vacías, ni calçots ni pintxos, y se permitían el lujo de exigir postre. En esos tediosos encuentros, Yolanda siempre intentaba llevar la voz cantante, ser el centro de atención de la velada, algo que avergonzaba a Pedro. «Es mejor estar callado, y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente», decía el tercero de los hermanos Marx. Para colmo, el mejor amigo de Pedro no se llevaba con Yolanda. Eran como el agua y el aceite. Él, un hombre sensato, serio, de trato elegante, y ella, algo estridente y más preocupada por su fondo de armario importado desde tierras gallegas que por poner orden en casa.
Ahora Yolanda vive sus días más bajos. En este tiempo de relación ha ido quedándose sola. Las que fueran sus amigas, con las que antes se ponía de acuerdo para ir vestidas de morado a las fiestas, son las que le van a la yugular. Ya no se ajuntan. Otro «íntimo» también le falló al meterse en un turbio asunto sexual con una actriz que ahora realquila habitaciones. Porque ella había puesto la mano en el fuego por él, confiando en su cara de Milhouse.
Un cóctel de problemas que, sí o sí, ha acabado dinamitando la relación. Por eso se han dado un tiempo para reflexionar. Porque, aunque a Pedro le gustaría dejarlo, sabe que, en el fondo, la necesita en su vida. Se pasa todo el día móvil en mano vigilando a escondidas a qué se dedica. De vez en cuando hace un gesto para llamar su atención, anunciando que ha pensado nuevas medidas a su gusto para que la convivencia sea más pacífica. Pero ella se hace la dura, sabe que no puede confiar al cien por cien porque, al final, hará más caso a lo que le digan sus amigos, esos que repiten postre. Lo que parecía un San Valentín eterno se ha convertido en un vínculo tóxico, dependiente. Una relación que ya no suma. «El matrimonio es la principal causa del divorcio». Hay demasiada gente en este camarote.