Política

Caso Pujol

No llores por mi Cataluña

El «pujolismo» ha sido una forma nacionalista de comportarse política y socialmente. Todo se nos debía permitir a los catalanes a causa de un pecado original de discriminación en tiempos lejanos

La Razón
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En estos días, tras la pública admisión de una parte de sus culpas por Jordi Pujol, se habla del terremoto moral que eso ha supuesto en los sectores catalanistas de Cataluña y del fin de lo que se conoció como «pujolismo». El pujolismo era una forma nacionalista de entender el mundo, de comportarse política, social, ética y laboralmente en una sociedad donde convivían entremezcladas varias tradiciones de diverso origen. Básicamente, consistía en partir de una de las tradiciones minoritarias del lugar, preferentemente la más autóctona y, en virtud de su debilidad, exigir una compensación universal. Todo nos debía estar permitido a los catalanes a causa de un pecado original de discriminación en tiempos lejanos.

Lógicamente, un planteamiento de ese tipo sólo podía traducirse en una línea de conducta de populismo, épica de bolsillo, pragmatismo diario para mantenerse en el poder (sin un referente ético sólido), enriquecimiento únicamente del emisario y evitación constante del debate sobre hechos demostrables e indicadores objetivos. Rasgos similares podemos encontrar en el peronismo argentino pero, por mucho que se pretenda, Jordi Pujol Soley no fue el general Perón. Pujol se dedicó durante años a gestionar, con picardía y muy pocos escrúpulos, una situación sociopolítica muy concreta como fue encontrarse en medio de la creación de un nuevo estado moderno en la península ibérica. Era un estado que necesitaba para su construcción contar con la aquiescencia de la región cuyas debilidades y obsesiones Pujol conocía bien. En ese sentido, Pujol tiene más que ver con los caciques de la época prerrepublicana y el momento en que aquellos descubrieron las posibilidades de manipulación que el nuevo sistema de votos democráticos permitía en un estado en desarrollo.

Para su estrategia, el pujolismo dispuso de un caldo de cultivo sociológico muy favorable. Los sesenta coincidieron con los últimos años de un dictador debilitado; las difusas preocupaciones de la clase media de la región coincidían en un fondo de generalización que desconfiaba por sistema de todo lo que viniera del gobierno central, al que se identificaba de una manera intelectualmente grosera con la capital y su equipo de fútbol. Pujol tiñó ese pensamiento inconcreto con gotas de rígida ideología telúrica alemana (lugar dónde había sido enviado a estudiar de joven) y, paralelamente, fue tejiendo una red clientelar dónde finalmente casi la mitad de la población de su región estaba, en mayor o menor media, subvencionada de alguna manera. Una frase recurrente del pujolismo, cuando alguien no muy poderoso molestaba demasiado, era aquella de «habrá que buscarle algo para que se entretenga». En general eran asuntos u ocupaciones de unas cantidades no muy altas, pero suficientes para que una economía doméstica dependiera de ellas para un pequeño confort y suave pasar en casos de clase media. Por ejemplo: en las juergas populares al aire libre, recuperadas cuando cayó la dictadura, muchos pasacalles se inventaron en la misma transición impregnándolos de un aire medieval para recordar las antiguas tradiciones populares catalanas.

En pocos años, la población, confundida por la labor de desinformación de TV3 (el buque insignia de la flota estratégica del pujolismo), ya daba por hecho que, en realidad, si que habían existido originalmente tales entretenimientos en la Edad Media. Al poco, cualquier grupo local pedía subvención para sus pasacalles, convencido de que realizaba una labor cultural. Poco importaba que fueran solo unos petardistas, gamberros simpatiquísimos a quien todos en cualquier pueblo queríamos pero que, en el fondo, lo único que hacían era cogerse una borrachera tremenda una semana al año, en la que estaban más simpáticos que nunca quemando simplemente un montón de pólvora. El pujolismo lo que consiguió con estas generalizaciones fue debilitar una sociedad, hacerle perder su vitalidad y la confianza en sus propios recursos e inventos nuevos. Las cosas se hacían mal y cuando se perdían concursos o negocios la culpa era siempre de Madrid.

A partir de 1996 y hasta el 2004, todo ese modelo se sale de sus limitados cauces y se entra en los terrenos de la demencia intelectual. Basta leer el prólogo con que se argumentan las leyes de normalización lingüística de esa época para comprobarlo. Uno de los aspectos más agradables de la Cataluña de la transición era que, cuando llegabas a la panadería, te fijabas en qué idioma atendía la dependienta a los clientes y, por un proceso de empatía, escogías para dirigirte a ella el idioma que había usado con el cliente previo. Existía una voluntad de hacer las cosas más fáciles para el otro: si detectabas un castellanoparlante, en castellano; si detectabas un catalanoparlante, en catalán. Intentar prohibir esas conductas, destruye y empobrece uno de la activos más vitales y constructivos del tejido social catalán. Considera inapropiada la simple educación y las buenas maneras para con el otro. Obviamente, en un momento dónde la empatía y la otredad se veía, a nivel mundial, que progresaban hacia mejor consideración que nunca, tal proyecto caciquil estaba condenado al fracaso.

El propio Pujol, por esos años, estaba ya desgastado y ni siquiera la propia imagen del cacique podía mantener la ficción en pie y sin fisuras. A pesar de su completa dedicación y su compulsivo control para tener noticia de hasta las asociaciones más ínfimas de colombofilia, lo cierto es que el espectáculo de un corpus ideológico tan zafio como ese, defendido por un hombre lleno de tics que recordaban a los de los afectados del síndrome de Tourette, hacia desconfiar a la población que el proyecto fuera posible. Hasta ese momento, el Partido Popular catalán se había encontrado siempre solo señalando las falacias de ese catalanismo pero, a mediados de la primera década del veintiuno, empezaron a aparecer otros grupos ideológicamente divergentes de la sociedad civil catalana para hacerles compañía en esa tarea. Pujol traspasó entonces el timón de su catalanismo clientelar a manos de Artur Mas quién intentó ponerlo al día con aires de Kennedy, sin ver que ni tenía la capacidad para convertir un cacique en un estadista, ni tampoco que los tiempos habían cambiado y la información se difundía más. El panorama de sobreinformación ya no permitía tantas fantasmadas y no era tan vulnerable a la operación simple de chantaje de gobernabilidad a cambio de favores atribuyéndose falsamente el control de la sociedad catalana, como fue común durante la transición frente a unos negociadores poco informados. Rajoy probablemente se haya equivocado en otras cosas, pero ha acertado plenamente en la manera de tratar esas machadas, con datos, sin zafiedad y con la calma exquisita que corresponde al respeto a la ley común. Esa conducta nos acerca a la idea de que la tarea del político en democracia es la de guardián de las leyes, sin gestos fuera de tono ni entrar al trapo de provocaciones; esperando que el andamiaje ya podrido del caciquismo caiga por si solo.

En ese sentido, sí que se puede decir que la confesión de Pujol significa el enterramiento definitivo del pujolismo. Pero eso no significa que las conductas, cotidianas y morales, que lo hicieron posible hayan desaparecido de la sociedad catalana. El tartufismo que fue su esencia sigue larvado en sus rincones. El comportamiento de xenofobia moral, con su actitud de mil hombres propia del que quiere justificar una red de beneficios a golpe únicamente de sacar pecho, asoma el hocico en cualquiera de los parlamentos del limitado y poco sutil Artur Mas. El problema de la sociedad catalana (una sociedad caciquil todavía, llámese Pujol o Maragall el enviado divino) sigue presente en su dificultad para comprender verdaderamente el sentido de la democracia. ¿Seremos capaces los catalanes de corregir la dirección de toda esa maquinaria ideológica apolillada? ¿Cómo abordar esa renovación del juego político regional y su influencia en Madrid de una manera justa y equitativa? ¿Cómo deslindarlo de las fantasías racistas de las tribus y de la demagogia fácil de las ideologías salvadoras? ¿Cómo conseguir que se extienda la autocrítica sobre cuánto creemos que sabemos los catalanes sobre libertad y democracia y qué poco la dominamos en verdad?

Esquerra Republicana, un partido de otro siglo, fundado al fin y al cabo para anhelos de otras épocas ¿será capaz de sustraerse a esa perversa maquinaria de excusas, único y lamentable motor de la política catalana durante el último medio siglo? La única manera de abordar un problema que nos aqueja y tratar de resolverlo es empezar por tener conciencia de que el problema existe. En ese sentido, la confesión de Pujol será sana porque pone ante nuestras narices de una manera definitiva (toda una vida) esa realidad problemática que siempre hemos negado.

Yo no necesito que nadie vaya llorando a Madrid, suplantando mi voluntad y asegurando para conseguir prebendas (que solo benefician al emisario y no al remitente) que deseo algo que no deseo. Los catalanes no necesitamos que nadie llore por nosotros. Ahora es nuestro momento. El de, al estilo de la democracia de ese Kennedy que tanto gustaba a Mas, dejar de preguntarnos qué puede hacer España por nosotros y preguntarnos que podemos hacer nosotros por el estado. Dejar de pretender que una de nuestras tradiciones sea hegemónica sobre la otra y desarrollar ambas en paralelo, conscientes de que lo mejor que podemos vender a España, a Europa y al universo es el hecho de ser uno de los pocos lugares del mundo donde se hablan, se entremezclan y se combinan dos tradiciones centenarias a pie de calle. El paisaje, el decorado, el escenario que tenemos para ello es privilegiado y sería, comercial y culturalmente, muy estúpido por nuestra parte perder esa oportunidad para intentar vender de nuevo el mismo y poco atractivo particularismo regionalista de vuelo gallináceo.