
Opinión
Un poder sin frenos
Sánchez interviene en ámbitos que deberían estar al margen de su voluntad. Si algo escapa a su control, se modifica. Si una norma le estorba, se cambia

El Tribunal Constitucional ha avalado esta semana la Ley de Amnistía. Seis votos a favor, cuatro en contra. Lo que hace apenas unos meses era considerado incompatible con la Constitución, hoy es perfectamente legal. No ha cambiado la ley fundamental: ha cambiado su interpretación, que es cambiarlo todo sin el concurso de todos. Es consabido: la amnistía no responde a una demanda social ni a una necesidad institucional. Su origen, también conocido, es táctico, un acuerdo político para que Pedro Sánchez siga en la Moncloa.
El presidente del Gobierno necesitaba esa ley y los seis magistrados del Tribunal Constitucional, degradando la dignidad de la institución, se la han validado. La institución ha dejado de serlo; ya solo es un simple engranaje del poder y una expresión brutal de la lógica con la que Sánchez opera e impregna la vida pública e institucional española.
Ocurrió algo parecido con Telefónica. Pedro Sánchez decidió entrar en su capital alegando razones estratégicas. Lo hizo sin explicaciones claras. Poco después, el presidente de la compañía fue sustituido por una discrecionalidad política que, también en este caso, dejó un ejemplo claro de esa lógica de invasión por parte de Sánchez de espacios que deberían estar protegidos para garantizar la independencia económica y empresarial.
Esta semana, también lo hemos comprobado en lo referido a la OPA del BBVA sobre el Sabadell. Una OPA revisada por los reguladores europeos, sin objeciones relevantes de la CNMC, que ha quedado bloqueada de forma indirecta. Pedro Sánchez no la ha prohibido, pero ha impuesto condiciones inéditas: la fusión quedaría congelada durante años, sin posibilidad de integrar estructuras, marcas ni balances.
Todo se ha hecho en base al criterio del «interés general»; criterio que ha sido redefinido, bien en su acepción política, bien en su dimensión económica, para ajustarlo a las necesidades particulares –ya ni siquiera políticas– del propio presidente y ha quedado sentada una arbitrariedad revestida de criterio técnico: se puede cumplir con la ley y aun así no ser suficiente. ¿En qué casos? Nadie lo sabe. ¿Bajo qué circunstancias? Tampoco. Esta indefinición abre la puerta a la arbitrariedad; a una autocracia validada por el TC, los organismos reguladores de la vida económica y buena parte de la opinión publicada.
Ha quedado sentada una arbitrariedad revestida de criterio técnico
Los tres ejemplos son, claro, distintos, pero siguen una lógica: Pedro Sánchez interviene en ámbitos que deberían estar al margen de su voluntad y si algo escapa a su control, se modifica. Si una norma le estorba, se cambia. Si una institución no responde como espera, se doblega o se desplaza. El poder se extiende, no solo en sus competencias formales, sino en la forma en que opera. Este cambio altera la superficie de la política y su estructura profunda.
Las empresas empiezan a actuar con cautela, no por inseguridad económica, sino por incertidumbre institucional. Los jueces ven cómo sus decisiones pueden ser neutralizadas o condicionadas si conviene. Los accionistas descubren que ni siquiera cumpliendo todas las reglas tienen garantizada la libertad de actuar con autonomía. Y la sociedad empieza a percibir que los límites que deberían proteger sus derechos son cada vez más flexibles.
Se dirá que nada de esto es nuevo, que todo presidente busca ampliar su influencia. Pero hay una diferencia fundamental: antes existían límites claros. Las instituciones sociales intermedias, la opinión pública, el mercado, la justicia o el marco constitucional configuraban un sistema de contrapesos. Hoy esos límites están corroídos desde el poder mismo.
Los jueces ven cómo sus decisiones pueden ser neutralizadas o condicionadas si conviene
Ya no se trata solo de ganar elecciones y gobernar dentro de un marco previsible. Se trata de ajustar el marco mismo para seguir mandando sin límites claros. De convertir los contrapesos en obstáculos para otros, y los principios democráticos en instrumentos de conveniencia. De presentar cada decisión como técnica o necesaria cuando en realidad es política y arbitraria. De vaciar las normas de contenido sin necesidad de derogarlas formalmente. Cuando esto ocurre, el problema deja de ser solo institucional: se convierte en un problema democrático. Porque el Estado de Derecho no consiste solo en que existan leyes, sino en que nadie, ni siquiera el presidente del Gobierno, esté por encima de ellas o pueda interpretarlas arbitrariamente para sus intereses.
La Constitución sigue vigente y las instituciones están en pie. Pero la forma en que se aplican las normas ya no garantiza que el poder esté bajo su control. Se puede cumplir la ley y aun así no saber si eso bastará. Se puede tener razón jurídica y que esta no tenga efecto práctico. Lo previsible no existe ya; y su desaparición es la ruptura de la confianza.
La gravedad es de tal magnitud porque nada hay ya que sea puntual, sino estructural. El «sanchismo» es esto: una forma sostenida de ejercer el poder desplazando los límites formales, acumulando control sin asumir costes y erosionando el equilibrio institucional. No hay un modelo ideológico detrás, solo una prioridad: que nada se escape del centro de decisiones. Y cuando el poder deja de estar regulado por un marco común y empieza a moverse únicamente por la lógica de su propia conservación, la democracia se vacía. Y ese es el riesgo.
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