
Opinión
"La Purga"
La pregunta ya no es qué instituciones quedan por derribar sino cuánto tardará en no quedar ninguna en pie

En la película "La Purga", una noche al año todo vale: las normas desaparecen, la violencia se institucionaliza y las instituciones encargadas de poner orden se convierten, irónicamente, en objetivos prioritarios. Algunos días, en España, uno tiene la sensación de que ciertos miembros del Gobierno han visto la película demasiadas veces y han decidido inspirarse… aunque sea en versión política y sin máscaras luminosas.
Todo comenzó mucho antes de esta legislatura, en el origen mismo de su asalto al poder. La semilla se plantó lejos de los focos, en la oscuridad de un caserío vasco. Allí, entre las sombras y el silencio cómplice, se pactó con Otegi -el hombre que nunca condenó el terror- el apoyo a la moción de censura contra Rajoy.
Ese fue el minuto uno de esta purga: el instante en que se decidió que todo vale. Si para gobernar hay que bailar con quienes quisieron destruir el Estado, se baila.
Desde entonces, la estrategia ha sido clara: perseguir a quien no obedece. En el guion que escribe el presidente, los jueces son los villanos si aplican la ley, y héroes si la retuercen a su favor. Al Gobierno le sobra el Tribunal Supremo y le estorban todos los órganos judiciales. Cada toga que no se tiñe del color del partido es vista como una trinchera enemiga a abatir porque Sánchez es el juez.
El descrédito sistemático no es una estrategia: es un síntoma de enfermedad institucional.
En "La Purga", todo termina al amanecer, pero aquí, si nadie frena esta deriva, la purga comunicativa y política contra los jueces amenaza con convertirse en el modo de gobierno permanente: negar lo evidente, perseguir al que investiga, desacreditar al que corrige y atacar al que controla.
Y cuando un país entra en ese ciclo, la pregunta ya no es qué instituciones quedan por derribar sino cuánto tardará en no quedar ninguna en pie.
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