Quince aniversario
Así fueron los últimos días de Rocío Jurado: “Amo demasiado la vida como para pensar en la muerte”
Hoy, en el quince aniversario de su fallecimiento, su memoria sigue más presente que nunca
La noche del 1 de junio del 2006 fue dura para todos los que estábamos pendientes del estado de salud. Una filtración nos puso en aviso de que, desgraciadamente, le quedaba escaso tiempo de vida. Y tan escaso. A las cinco y cuarto de la madrugada, en la puerta de su chalet de la lujosa urbanización madrileña de La Moraleja se encendieron todas las alarmas, se dispararon los llantos y entendimos que el trágico fin había llegado. El cáncer de páncreas que padecía le ganó la partida.
Poco después aparecía en la puerta principal Amador Mohedano, el hermanísimo de “La más grande”, quien nos confirmó la dramática noticia: “Rocío ha muerto. Se ha ido tranquila y sin grandes angustias, rodeada de todos los que la queremos. Tal y como ella quería. Para mí, más que una hermana, ha sido una madre…”. Con el rostro compungido, roto por el dolor, Amador nos adelantaba que “la capilla ardiente con los restos mortales de Rocío será instalada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid a partir de las once de la mañana, y, posteriormente, los trasladaremos a Chipiona, donde serán inhumados”.
Sus días posteriores, la artista se encontraba en coma profundo y ya no respondía a ningún estímulo. Horas antes del tan temido adiós, sobre la medianoche, llegó a la casa el doctor de la Jurado, Alejandro Domingo, que la atendió hasta el último momento. Y poco después aparecía Juan de la Rosa, el fiel secretario de la chipionera, quien al darnos un abrazo ya me dejó entrever que “la cosa pinta muy mal, pobrecita mía, se nos va”. Era secretario, confidente y amigo, un incondicional que se llevó todos sus secretos a la tumba.
Temía a “los dolores del alma”
Rocío falleció justo un día antes de que se cumplieran 28 años de la muerte de su madre, también como consecuencia de un cáncer de páncreas. La artista era incombustible, la mujer demasiado sensible. Pero tenía mayor miedo, como decía, “a los dolores del alma que a los del cuerpo, los primeros dejan más huella, los segundos, casi siempre se olvidan”. El destino quiso que ella no pudiera ganar la batalla al cáncer que la minaba por dentro.
La última vez que pude hablar con ella, seis meses antes de su muerte, me echó una pequeña bronca de amiga al recordarme que fui el primero en anunciar en una revista que sufría un grave problema en el páncreas: “menuda me liaste”, me dijo. No le quedó más remedio que confirmarlo en una multitudinaria rueda de prensa un mes después de salir a la luz mi reportaje. Pero no hablaba con rencor, sino con resignación. Sabía el alcance de su enfermedad y, aun con ello, era tan valiente que me confesó, convencida, que “voy a luchar contra el cáncer con todas mis fuerzas. Amo demasiado la vida como para pensar en la muerte, me quedan muchas cosas por hacer”.
Estábamos en un plató de televisión en el que Rocío grababa un especial navideño. En la cara se le notaba el cansancio y la pena. No sabía cómo ocultarlo. De aquel día conservo una fotografía de los dos abrazados que guardo como oro en paño. La muerte de la gran Rocío Jurado nos llenó de pena y conmocionó a toda España. Hoy en su quince aniversario su memoria sigue más presente que nunca.
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