Su gran amor
Patricia Llosa, el placer de ver el tiempo de su lado
El fin del romance de Isabel Preysler y Vargas Llosa confirmó lo que ella creía: Mario se equivocaba. Murió en sus brazos
Patricia Llosa nunca fue mujer de odios ni de escenas dramáticas. Parecía demasiado juiciosa como para caer en un placer tan débil como la venganza. Simplemente, esperó prudente a que el tiempo se pusiera de su lado y demostrar que su marido, Mario Vargas Llosa, se equivocaba. El fin del romance del escritor peruano con Isabel Preysler, después de ocho años, selló sus premoniciones y, desde la atalaya de la madurez, gozó con él en Perú, Madrid y las idílicas playas de República Dominicana, a casi 7.000 kilómetros de la mansión de innumerables baños.
Es un plato más dulce que enzarzarse en disputas que le habrían llevado a cavar una tumba para dos. Le acogió de nuevo en su seno relajada y animada para amarlo junto a sus hijos, nietos y demás familia y amigos. El ambiente era alegre y familiar. Todos arroparon a esta mujer que ejerce como matriarca del clan».
La mujer del Premio Nobel pasó ocho años complicados desde aquel 10 de junio de 2015, cuando se enteró del noviazgo de Mario e Isabel. Habían transcurrido solo unos días desde el feliz 50 aniversario de su boda, por lo que quiso creer que eran rumores descabellados y envió un comunicado pidiendo respeto. Pocas horas después, la pareja anunciaba su idilio al mundo a través de la prensa del corazón. Una parte importante de la sociedad peruana, incluidos los medios, tomó partido por Patricia. Gonzalo, el menor de los hijos, desaprobó públicamente la relación.
El sufrimiento hizo mella
Durante esos años de idilio, Mario e Isabel no dejaron de pavonearse con la idea de la boda siempre planeando sobre sus cabezas. Patricia vivió ajena a todo este revuelo, dejando que la vida se ajustase a su paso. En ocho años tuvo tiempo de hacer el mundo a su medida, de convertir el ilustre despacho del genio en una sala de cine con pantalla gigante. Pasó un tiempo complicado y el sufrimiento hizo mella, pero, como cantaría Serrat, la vida la paseó en volandas.
Solo ella sabrá si se le agotó definitivamente la paciencia con el escritor. Ha vivido volcada en él, en sus hijos y nietos. Su mayor satisfacción es haber impedido una desintegración mayor en su «tribu». Morgana, la única hija que vive en Lima, compartió en una ocasión una imagen de su padre con Álvaro, el hermano más cercano a Mario, en la región francesa de Picardía, con el castillo de Chantilly. Era el testimonio de una familia que volvia a estar unida a su manera, aunque quedasen heridas por restañar.
Si el romance con Isabel cayó como un jarro de agua fría, la ruptura fue recibida como una bendición. La vida ha transcurrió serena en esta última etapa de Mario. «Estoy feliz –se ha limitado a responder Patricia cuando le han preguntado–. Hace un tiempo estupendo». A sus 80 años, mantiene el hábito de madrugar, leer y viajar, que cultivó con Mario. El vacío cultural que deja su marcha lo cubrirá con su recuerdo y el espacio peruano en National Museum of Women in Arts, dedicado al reconocimiento de la labor artística de las mujeres.
Patricia será siempre «la prima de nariz respingada y carácter indomable» que salvó al autor de un «torbellino caótico», según la describió en el discurso de aceptación del Premio Nobel. «Ella lo hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas e intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios». Ese día el Nobel lloró e hizo llorar a todos.