Barcelona

La historia más feliz del Valle de los Caídos

En 1948, dos jóvenes americanas, que no sabían hablar español y parecían turistas, liberaron a dos presos de Cuergamuros y cruzaron la frontera

barbara Probst solomon
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El Valle de los Caídos vuelve a estar de actualidad con la tumba de Franco. Es complicado hallar un suceso ocurrido allí con final feliz, pero Barbara Probst Solomon, que mezcla el inglés y el español en su conversación, protagonizó uno.

Ahora habla los dos idiomas, incluso a la vez; en 1948, cuando era una joven americana en París, dispuesta a vivir la vida y a meterse en cualquier aventura, no hablaba ni pizca de español. Mejor. Junto a Barbara Mailer (la hermana del novelista) y Paco Benet, ayudaron a la escapada más feliz del Valle.

Entre todas las historias trágicas, Nicolás Sánchez Albornoz y Manuel Lamana son la excepción: huyeron en un coche cargado de whisky, con esas dos jóvenes americanas y Paco Benet. Montaron en el vehículo y se marcharon.

«Yo era muy joven y muy tonta. Había sido una niña muy mimada. Por eso no tenía miedo. Había estado seis semanas en la Europa de la posguerra y era todo tan distinto a lo que había sido nuestra vida en Estados Unidos...», cuenta Barbara Probst desde EE UU. Norman Mailer se fue a América, les dejó el coche y las dos americanas recorrieron España acompañadas de Paco Benet (hermano del novelista Juan).

Fueron pasando por varios lugares, donde amigos o familia de Benet les ayudaban. Barbara cuenta en su libro «Los felices cuarenta» su estupefacción al llegar a Barco de Ávila y no ver ni un solo navío ni mar ni nada. Benet intentaba por todos los medios contextualizar lo que hacían. «Cuando íbamos hacia El Escorial, Paco nos iba contando toda la historia de la construcción del Monasterio».

Ni vallas ni perros

Iban a El Escorial, donde se construía el Valle de los Caídos. Dos de los prisioneros, Manuel Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz, sabían que había puesta en marcha una operación para liberarles.

Era tan sencilla, como complicada. Tan simple que sólo podía salir bien. Según el libro de Fernando Olmeda sobre el Valle de los Caídos, entre 1943 y 1948 se fugaron 44 personas. No había vallas, era un lugar en medio de la montaña, no había perros. «Más difícil que fugarse, era atravesar el país», cuenta ahora Nicolás Sánchez Albornoz.

Toda España era una prisión, donde los guardas te paraban en los continuos controles de carretera para pedirte la documentación. «España era muy gris. La gente tenía miedo. Recuerdo a niños de cinco años vendiendo cigarrillos.

Todo era hambre y silencio», recuerda Barbara. De los 44 que se fugaron, sólo dos no fueron apresados después, Lamana y Sánchez Albornoz. El resto no superó la frontera: a alguno lo pillaron en la estación de ferrocarril, pidiendo dinero para poder coger el tren; otro no tuvo mejor idea que ir a su pueblo donde le esperaban.

Lamana y Sánchez Albornoz habían sido detenidos por refundar la FUE, la Federación Universitaria Escolar. Condenados al Valle de los Caídos, Nicolás cuenta que él tuvo suerte. Como tenía estudios y necesitaban escribientes, hizo trabajo de oficina y se libró de la construcción de la carretera o de horadar el risco.

En París, mientras, la FUE tenía todo preparado. Además de las americanas con aire de turista sin miedo a nada, habían hecho los documentos de los fugados, para ir pasando controles.

El domingo previsto, Benet y las dos chicas americanas fueron a El Escorial, cuando a los presos les obligaban a escuchar misa en el Monasterio. Lamana y Sánchez Albornoz, avisados por la novia del primero, se situaron los últimos de la fila y en una calle que se bifurcaba, se desviaron hacia el coche que esperaba. «Vi a Paco, que sonriendo tranquilamente doblaba la esquina.

Pusimos el motor en marcha y al cabo de unos momentos entró con otros dos, aunque no conservo un recuerdo fiel de Nicolás o Manolo en aquellos instantes, ni de cómo hicieron para llegar al coche», cuenta Barbara Probst en su libro.

Creían que tenían seis horas para poner tierra de por medio. Los domingos, cuando terminaban las visitas, se hacía un recuento de presos. Sin embargo, en tres horas ya conocían la fuga.

«El plan era llegar a Francia al día siguiente», explica desde su casa de Madrid Nicolás Sánchez Albornoz. El coche se estropeó y cuando llegaron a Barcelona, el guía ya se había marchado. Nicolás y Manuel tuvieron que cruzar la frontera por las montañas, a pie. Lo hicieron, con penalidades, con el tobillo roto, sufriendo.

Las americanas, con más o menos problemas, cruzaron otra vez en el coche. Eran turistas americanas, eran jóvenes, parecían felices. En un país gris, ése era el único motivo de sospecha de los guardias de Franco.