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El Pandemónium

La Razón
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Vivimos en un pandemónium, acogotados por lo que se nos ha venido, viene y vendrá y por la confusión que todo ello provoca en la ciudadanía. Lo menos que puede decirse es que tan rápidas transformaciones de decretos-leyes y cambios a la vista que rigieron hasta ayer nuestra vida colectiva nos suman en harto desconcierto. Al nuevo Gobierno del PP no le gusta la España de los últimos ocho años de gobierno socialista. Los millones de parados, el estar bajo el microscopio franco-germano, los significativos recortes que ya se habían operado y otras muchas cosas que andábamos soportando tampoco, como se comprobó, fue del gusto de la mayoría. De ahí, la debacle del PSOE. Pero los cambios operados en tan breve tiempo, acuciados por la implacable canciller de hierro, nos han sumido en un caos mental. Sólo faltaba el «caso Garzón»; las devaluaciones que sufre nuestra deuda (no sé ya si muy soberana) por las agencias de las que todos abominan, aunque las temen y respetan; las fusiones bancarias que se anuncian, pero sin llegar a cuajar todavía; los radicales cambios operados en las relaciones laborales (que no van a crear empleo a corto plazo, según opina el propio Rajoy); los recortes en zonas sociales muy sensibles; la héjira de nuestros cerebros al extranjero. Todo y más contribuye a que aquel orgullo de ser europeo se convierta casi en la desgracia de haber nacido en el más Viejo de los Continentes, en decadencia y chocheando. Añadamos a ello las imágenes de una Atenas en llamas, de un Israel a punto de lanzar su ataque militar contra Irán, unos EEUU en vísperas electorales (siempre en tales ocasiones las decisiones importantes se retrasan). Decía con su fino sentido del humor Álvaro Pombo que lo progresista es hoy ser conservador. Tal vez tenga razón, pero tampoco los partidos conservadores conservan. Va diluyéndose aquella imagen de la amplia Europa del bienestar, aunque tantos quedaran rezagados en ella.

Inquieta en Cataluña el descenso de población. Y debiera analizarse también en el resto de España. No es que disminuya la población autóctona (lo que resulta evidente e indeseable), es que tampoco llegan los inmigrantes que antes se entendieron como problema, aunque fueran resultado de la fuerza de atracción de un matizado bienestar. En el pasado se iban nuestros trabajadores a Alemania o a Francia a ejercer de albañiles, de camareros o viticultores para ganar algún dinero extra y regresar. Pero hoy se nos van –y algunos para siempre– ingenieros, arquitectos, médicos o investigadores universitarios de cualquier especialidad: graduados y doctores. La hégira resulta por tanto más preocupante, ya que incrementa la descolocación no sólo de empresas –harto evidente–, sino de sus principales motores. Mientras tanto, cuando se debilitan las economías de países como Bélgica, Holanda o Alemania e Italia desciende por el tobogán, nuestros políticos maniobran ante las próximas elecciones autonómicas de Andalucía y Asturias. Son malos tiempos, porque ya Sarkozy se propone para renovarse en el cargo y Angela Merkel hace bueno aquello de las barbas del vecino. No es, pues, de extrañar que las máximas autoridades de la Unión llamen a la puerta de los EEUU y China. Los factores de crecimiento se decantan hacia América y Asia y el poder se va desplazando y con él los valores que representa. Pero en Argentina se dispara la inflación y Brasil también recorta.

No puede sorprendernos, pues, que las autoridades europeas nos reclamen el adelanto de unos presupuestos generales que andan a la espera de ver con el rabillo del ojo lo que piensa la Unión. Pero el PP quiere atar bien atados los reductos andaluz y el caótico asturiano. La mayoría absoluta resulta cómoda para momentos como el presente, donde conviene tomar, porque también se nos exige, medidas rápidas. El peligro reside en no pasarse de frenada, porque la velocidad de los cambios produce alguna alteración en los reflejos. No cabe duda de que la paz social tiene también su coste. Y, en ocasiones, conviene pagar alguna propina para que el trato sea mejor. Debilitar en exceso las fuerzas sindicales, aunque desacreditadas por los millones de parados, puede acabar alterando el ritmo de la convivencia. Nuestros sindicalistas han vivido tal vez con excesiva comodidad, pero se han manifestado pactistas y han logrado entenderse con una CEOE muy agresiva, que cree haber ganado también nuevos espacios en las últimas elecciones, gracias a la debilitación de una oposición política errabunda y atenazada por sus conflictos internos. Todo ello, bien mezclado, nos lleva al pandemónium. No puede calificarse todavía de infernal, pero hacia él podríamos dirigirnos si hay que digerir, a la vez, más paro, recortes y prepotencia empresarial. Los políticos deben reflexionar y evitar en lo posible que la vida colectiva se torne más agria y acabe descontrolándose. Ha llegado la hora de hilar muy fino, porque los goznes sociales comienzan a rechinar y convendría engrasarlos. Hay que utilizar algunos lenitivos. Debe haberlos.