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La frase del año

La Razón
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Con permiso de Artur Mas y su pretenciosa «transición nacional catalana»; con permiso de Rajoy y su perseverancia, cual gota malaya, en exigir elecciones anticipadas; la frase que mejor resume la crónica política de 2010 la pronunció el presidente del Gobierno: «Cueste lo que cueste, me cueste lo que me cueste». Esta versión, con aroma churchiliano, de su anterior «¡como sea!» sintetiza la percepción que el presidente tiene hoy de sí mismo: el profeta incomprendido que pide peana en el martirologio político de nuestro tiempo. Éste fue el año en que Rodríguez Zapatero le ganó la moción de censura a ZP; el año en que se desmembró a sí mismo y reclamó méritos; el año en que, por fin, comprendió que a su nuevo adversario, el mercado de préstamos, no podía ganarle con las armas con que había vencido a todos sus rivales anteriores. Ni el verbo generoso, ni las maniobras tácticas, ni la satanización del enemigo rindieron fruto. Jugó a presentarse como el hombre araña que se enfrenta a los ricos y poderosos y acabó rompiéndose la crisma contra un bordillo. «Me cueste lo que me cueste» significó, para él, sacrificar el personaje anterior, desarbolado, y alumbrar esta nueva criatura que anhela la absolución de la Historia erigiéndose en gran reformador, el capitán que alcanza a ver tierra firme al otro lado del océano, el gurú cuestionado por la miope soldadesca. Ha cruzado ya la línea que sus precedesores también cruzaron: contempla el desafecto ciudadano en las encuestas y, cuanto más rechazo percibe a sus políticas, más estímulo encuentra. Le espolea saber que el timón es suyo aunque tenga al pasaje amotinado. El pueblo goza del linchamiento porque ignora todo lo que él conoce, porque piensa que ha perdido el oremus ignorando lo próximas que están las Indias. Así como hay políticos que se alimentan de la luz de los focos –Bono–, así como los hay que engullen hojas de calendario –Rajoy–, los hay que viven de las expectativas, de la imagen torcida que les devuelve su espejo y que les hace verse como prohombres corajudos que se atreven con todo lo que otros, antes, rehuyeron. Zapatero se ve a sí mismo como el líder valiente que transita caminos inexplorados. En su primera Legislatura ignoró la economía porque su empeño eran las reformas sociales –el matrimonio homosexual, la ley integral de la violencia doméstica y la dependencia–, lo más solvente, sin duda, de su mandato. Soñó con certificar el final de ETA y fabuló con el apaciguamiento definitivo de las tensiones territoriales. Ahora empieza a ver el estado autonómico como un engorro y busca nuevas cimas en las que poder clavar su bandera. Su nuevo programa de gobierno, más próximo al Fondo Monetario Internacional que a la Internacional Socialista, promete prosperidad y solvencia para los próximos veinticinco años. A él, como a Gaudí, lo atropellará el tranvía, pero confía en que la Historia reconozca, le cueste lo que le cueste, su autoría en la Sagrada Familia.