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Manos quietas

La Razón
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Cualquiera que conozca la Historia del teatro sabe que determinadas políticas escucharon su redoble de difuntos el día en que un autor de comedias las puso en solfa. Los ejemplos abundan desde Aristófanes, y es que el incomparable comediógrafo griego supo retratar con extraordinario talento a los políticos demagógicos –y, estúpidos– y al subirlos al escenario, los sentenció para siempre. Una sensación similar tuve el fin de semana pasado cuando asistí a la función de «¡Manos quietas!», una comedia de Piti Español que, actualmente, se representa en el teatro Marquina de Madrid. En apariencia, la trama de la comedia es sencilla e incluso trivial. Un pobre desdichado que intenta ganarse la vida vendiendo pantallas electrónicas por los colegios tiene que encontrarse en una de las aulas con la mujer de la que acaba de separarse y la profesora de su hijo. Se trata de la típica cita escolar que cualquiera de nosotros hemos vivido. Sin embargo, de ocasión tan trivial brota la trama de una de las piezas teatrales más inteligentes, corrosivas y agudas que he visto en los últimos años. Ante nosotros aparece una Chiqui Fernández espléndida encarnando a una docente atestada de ideología de género y pésima pedagogía que tiene que referirse continuamente a «los niños y las niñas», «los alumnos y las alumnas» e incluso, como se queja otro de los actores, «los iguales y las igualas». Mariola Fuentes da vida a una de esas madres insoportables de niño odioso que, con su conducta estúpida e histérica, acaba logrando convertir a su impertinente retoño en un futuro delincuente. Marta Calvó es la típica ex que ha arruinado la vida de su antiguo marido con una separación y que no tiene el menor inconveniente en seguir laminándolo sin el menor problema de conciencia y recurriendo a la más despiadada manipulación. José Luis Martínez –tan sectario, tan pagado de sí mismo y tan espléndido como las tres mujeres citadas– es el homosexual victimista que, por añadidura, funge de funcionario despectivo. Frente a ellas, desvalido y desconcertado, se encuentra un Iñaki Miramón difícilmente superable en el papel de heterosexual masculino en paro al que ideologías cretinizantes acusan de todos los males del globo incluido el que se vuelva a mirar a las mujeres, cuando la verdad es que lo han convertido en una presa absurda e injusta de frustraciones y resentimientos. Esos cinco personajes van a ser ellos mismos hasta la médula y de esa manera, a lo largo de hora y media, dejarán expuestos en su dimensión real mecanismos propicios a acentuar la estupidez del género humano como son la discriminación positiva, el pésimo sistema educativo que sufrimos, la ideología de género, las consignas del lobby gay o el victimismo de ciertas minorías despóticas encantadas de ejercer su despotismo. Todo esto se podría haber retratado con amargo realismo, pero el magnífico elenco de actores y Esteve Ferrer, el director, han conseguido expresarlo provocándonos hora y media de carcajadas ininterrumpidas y sin crearnos acidez de estómago. «¡Manos quietas!», a fin de cuentas, constituye una garantía de diversión indudable, pero también es una luz que señala el final del túnel. Si en uno de los mejores teatros de Madrid se puede exponer con envidiable sinceridad el cretinismo ideológico de lo políticamente correcto y la gente responde con un océano de carcajadas es que todavía hay esperanza.