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La Resistencia por Carlos MARZAL

La Razón
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Los aficionados de Barcelona han adquirido una condición mítica entre los aficionados taurinos: son la Resistencia. Tienen un pedigrí, un grado, se han ganado el respeto del mundo de los toros, como se lo ganan ciertos soldados que han estado bajo el fuego, que han entrado en combate. Porque, como sabemos, el antitaurinismo, que los desinformados podrían confundir con una cierta actitud pacifista, suele sostener sus opiniones con violencia. En Barcelona, los enemigos de los toros hacen pasillo a la entrada de la plaza y escupen e insultan a los espectadores, que a veces tienen que entrar en el edificio escoltados por la policía. Algunos amigos me han referido escenas que lo dejan a uno pensativo y triste: niños de siete u ocho años, jaleados por sus padres, que profieren insultos irreproducibles aquí a quienes entran a un festejo. Es decir, la Barcelona que ha sido siempre espejo de la liberalidad, de la novedad, de la modernidad, comportándose según los patrones de una eterna España negra, energuménica y vociferante. En mi juventud, mirábamos a Barcelona con la boca abierta, con una mezcla de envidia sana y orgullo por ciudad interpuesta (porque también la considerábamos un poco propia, un poco de todos, más universal que ningún otro lugar del país). Era el crisol por antonomasia: con su vida golfa permisiva, con sus editores mitológicos, con su «gauche divine», con casi todos los escritores del «boom» latinoamericano campando por sus calles, con su «nova cançó», con la efervescencia de su diseño y su arquitectura. Joder, qué ciudad, qué años. ¿Qué se fizo el Rey don Juan, los infantes de Aragón do se fueron?Aquella Barcelona me la recuerdan hoy los amigos taurinos –dialogantes, pero firmes, educados, pero resistentes–, gente como Cristina Fernández Cubas, Malcom Barral, Francisco Roca, Luis Corrales, David Castillo, Miguel Aguilar, mis editores de Tusquets, y tantos otros. Por el contrario, la actitud prohibicionista imperante me trae a la memoria viejos tiempos de cuyo espíritu no quiero acordarme. En fin: cosas veredes, Sancho, y en Barcelona. Quién nos iba a decir que los catalanes, que algo saben de prohibiciones, iban a vestirse de censores a estas alturas de la liga, de la corrida.Los políticos y la papanatería ambiental, alentando un conflicto exclusivamente partidista, tal vez consigan prohibir los toros en Barcelona. (Ya han colocado un velo, en las salas X, a los órganos sexuales –qué antiguos– , y no me extrañaría que fuesen los primeros en atacar –pongamos por caso- el boxeo, las carreras de galgos y el consumo de sal en los restaurantes.)El tiempo, ay, es una magnitud curiosa, sorprendente en sus vaivenes y circularidades. En pleno siglo XXI, los barceloneses quizá tengan que peregrinar al sur de Francia o a otros lugares de España, para ver toros, como peregrinaban durante el franquismo los jóvenes para ver buen cine, y, sobre todo, para sentirse libres. Cosas veredes, Sancho amigo.Mientras tanto, la leyenda de los taurinos de Barcelona, la Resistencia, se hace monumental, como su preciosa plaza de arena blanquecina.