Crítica de cine

El mal actor

La Razón
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Creo que fue Gustavo Pérez-Puig el que dijo que un buen actor es aquel que representa en escena durante seis meses a Enrique VIII, y termina convencido de que es Enrique VIII. Y creo que tiene razón. Un señor que se viste y actúa como Enrique VIII todos los días no puede sentirse interesado en el escenario por el resultado de las quinielas o una anunciada huelga de transportes. Perdería majestad y autenticidad. Un actor que no se cree su papel no pasa la batería. El público se hiela y la representación es un fracaso.

Zapatero ha sido, durante seis años, un buen actor. Tan bueno que se ha creído Zapatero, ese personaje de ficción, irreal y tan difícil de interpretar. El actor que encarnaba a Zapatero se creía todas las majaderías que decía, las ilusiones que manejaba y el benéfico saldo de sus desastres. Pero en la entrevista que le hizo Casimiro García Abadillo en «Veo7», el actor apareció agotado, harto de su personaje y nada convincente. Sus mentiras le han cansado y sus ilusiones son ráfagas efímeras de soberbia mal administrada. No me indignó, como en tantas ocasiones, prueba irrefutable de su mala interpretación. Es más, a medida que la entrevista se prolongaba me iba naciendo una peligrosa sensación de tristeza. No me gusta ver fracasar a un actor. Admiro profundamente la dificultad y el trabajo de los grandes cómicos, su capacidad para salir airosos cuando la memoria se queda en blanco y la improvisación ingeniosa surge inesperada. En su charla con García-Abadillo, Zapatero renunció a seguir con su papel. Dijo lo obligado. Que no da las elecciones por perdidas y que hay tiempo suficiente para volcar las intenciones de voto. Pero no se lo creía. Se le notaba distante de su propio yo.

Ya no interesa su comedia. Ni su público más fervoroso desea que la comedia permanezca en cartel. Pero como todo gran actor del pasado, le puede el orgullo. Y sus intentos de trasladar a su público esa poca resolana de convicción que aún le queda, produce una cierta melancolía.

Sólo él sabe lo que está sufriendo. El resto de los actores de su compañía, recelan los unos de los otros y se despedazan. No por ambición, sino por su supervivencia. Se pasa del coche oficial a la peatonía callejera en un suspiro. Vuelan los cuchillos figurados y las dagas traicioneras. Zapatero, como actor principal, no tendrá ese problema. Un exPresidente del Gobierno cuenta de por vida con toda suerte de canonjías. Pero las decenas de traseros que ocupan las poltronas políticas y administrativas estatales, autonómicas y municipales, ¿Dónde sentarán sus culos, sus antifonarios, sus traspuntines, y en el caso de Leire Pajín, su pompis? En otras sociedades más educadas que la nuestra los altos cargos y funcionarios trabajan para el Estado, no para su partido político, y no dependen de los vaivenes electorales. Pero en España no hemos alcanzado todavía ese nivel de confianza y buena educación. No se trata de colocar a unos cuantos, sino a decenas de miles de personas que perciben altísimos salarios. Y claro, la supervivencia manda.

Zapatero se me antojó un actor sufriente, acabado y melancólico. Para dar el vuelco a dieciocho puntos de distancia en las encuestas se necesita una fuerza y una convicción descomunales. Y un actor que no se cree su papel, lo mejor que puede hacer es abandonar la escena. Mutis por el foro. Y en su caso, entre abucheos.