San Fernando

«Ya no nos quedaba más dinero y entonces comenzaron a disparar»

Fredy, en el hospital de Matamoros donde fue ingresado en un primer momento. Ahora, se encuentra en un centro de la Armada, protegido
Fredy, en el hospital de Matamoros donde fue ingresado en un primer momento. Ahora, se encuentra en un centro de la Armada, protegidolarazon

Madrid - Primero conviene dar un apunte sobre el lugar de los hechos, Tamaulipas, ya que por este estado mexicano se lleva a cabo casi un tercio del comercio con Estados Unidos. Hay quince puestos aduaneros con Texas, y dos puertos principales. Es, pues, uno de los territorios «estrella» del narcotráfico y motivo de disputa entre los principales cárteles. Por ahora, allí mandan Los Zetas, que son uno de los grupos de asesinos más crueles de una guerra de por sí cruel. Pero por los atestados pasos del Río Grande –hasta 140.000 contenedores circulan cada semana– es más fácil cruzar ilegalmente al paraíso.

Fredy Lala Padilla había cumplido el calendario: un mes para hacer los 4.000 kilómetros que separan Ecuador de Texas. El precio del «pasaje», 8.630 euros a crédito, y la larga espera en Guatemala, antes de que su «coyote» terminara de reunir al resto de los candidatos a «espaldas mojadas», le había dejado sin blanca. Pero ya estaba en San Fernando, abordo de un camión y a sólo 80 kilómetros de la frontera.

Hasta ese momento y ese lugar, la historia de Fredy Lala es vulgar: campesino de un pueblecito andino que vio emigrar a sus padres, dieciocho años recién cumplidos, casado y espera un hijo. Un día, dejan de llegar los cincuenta dólares mensuales que, como el maná, vienen regularmente de Estados Unidos.

Y en seguida, la llamada: comidos por las deudas con la mafia que les fió el viaje, diez años después, sus padres no pueden más. El hijo mayor seguirá sus pasos. En Texas le esperan con un trabajo ya apalabrado.

En el pueblo de San Fernando, la carretera principal se bifurca: una vía va a Matamoros; la otra, a Nuevo Laredo. Las camionetas negras los esperaban unos kilómetros antes del cruce. Desviaron el camión hacia un rancho y los hicieron bajar en un antiguo depósito de maíz, de cuando la agricultura aún valía algo en aquellas tierras. Eran 72 infelices. Entre ellos, catorce mujeres, una de las cuales estaba encinta.

Los pistoleros se presentaron: «Somos Los Zetas». Y les hicieron dos ofertas: o pagaban el impuesto de tránsito, o se enrolaban como sicarios a 1.000 dólares la quincena. Fredy sólo recuerda que a la doble negativa –«ninguno teníamos ya un peso en el bolsillo», explica–, siguió la orden seca de alinearse de espaldas contra la pared. Ya les había vendado los ojos, ahora los maniataron. Sin transición, los disparos, las súplicas y los gritos de horror. Ileso, se hizo el muerto. Comenzaron los tiros de gracia, en la nuca. Pam, pam, pam... acercándose. Le toca el turno. La bala equivoca la trayectoria: entra por la clavícula y sale por la garganta. Tendido, espera. En la madrugada, los sicarios se van. Recorrerá 20 kilómetros hasta dar con un puesto de control de carretera de la Armada.

Fredy pide ayuda y explica el horror vivido. No le creen. ¿Cómo ha podido recorrer 20 kilómetros en su estado? Los militares mexicanos están hartos de falsas denuncias que llevan a emboscadas. Pero Fredy insiste: «Ha sido hace unas horas; aquí al lado. Están todos muertos».

Un helicóptero hace un reconocimiento. No ve nada, pero recibe fuego desde tierra. Luego es una patrulla la que tiene un encuentro. Les cuesta una baja, pero matan a tres. Fredy ha dicho la verdad. El rancho está bien defendido. Otro helicóptero sobrevuela el galpón. Nuevos disparos. Por fin, llegan los primeros comandos. Y allí descubren el horror.

Tal vez «Los Zetas hayan dejado claro que por su territorio no se pasa sin permiso. Pero ha sido revelado al mundo un secreto a voces: las rutinarias matanzas de los «espaldas mojadas».