Música

Música

Hambrientos de música

La Razón
La RazónLa Razón

Aprender música es un derecho – y un deber– de los seres humanos, como el de aprender a leer. La música es uno de los más bellos misterios del conocimiento, como las matemáticas, la geometría y la astronomía. Una familia muy bien avenida.

Todo lo antedicho pretende expresar cuánto la música me ha sido necesaria para vivir, y es cierto que, sin música, me sentiría menos persona. Mi hermano, con siete años y yo, con once reclamamos a grito pelado que nos enseñaran solfeo y nos trajeran un piano, de los que abundaban en la familia, cerrados y mudos. Mi padre se opuso primero, pero luego cedió.

Y nos trajeron aquel piano. Lo recibimos un día y, al otro, nuestro padre se fue de viaje para resolver ciertos asuntos. Su ausencia duró una semana. – «Te voy a mostrar una cosa». –Le dijo mi madre a su vuelta. Lo llevó a una estancia próxima, donde teníamos el piano. –«Ahora, escucha».

Mi padre se quedó estupefacto cuando me escuchó tocar al piano la jotica más popular de mi pueblo. Y a mi hermanillo, algo más sofisticado todavía. El que llegó a ser un músico notable, que recibiera clases de Stravinsky y de Leonard Bernstein.

A mi padre se le saltaron las lágrimas. Desde aquel día no dejo de escucharse el piano en mi casa, reforzado más tarde, porque vivió con nosotros, casi tres años, el que sería famoso concertista, Manuel Carra. Entonces, ya no se podía ni dormir y tuvimos que acostumbrarnos a hacerlo, a echar –por ejemplo, la siesta– como si oyéramos llover.

Me cayó encima el universo de la música como un chaparrón, una tormentosa granizada. Entre tantos emotivos conocimientos, yo mostraba una preferencia por Debussy y mi hermano, más precoz que yo, «ya se andaba» por Schöenberg.

Finalmente, mi vocación teatral ya no se separó de la musical. Recibí la mejor lección de cuál es el sentido de la ópera, de el «dramma in musica», vía Monteverdi. Y posteriormente fui director escénico de algunas óperas admirables.
 
Y mi primera fue una prueba de fuego, «Don Giovanni», de Mozart, con muy pocos medios y casi gratis, para promocionar un grupo de excelentes cantantes españoles que no hallaban trabajo fácilmente en su propia tierra. Éstos eran tan buenos y seguros, que se atrevían con una obra maestra de tal calibre. Pero con sólo cuatro cuartos, inventé cosas ingeniosas y efectistas, que sorprendieron y se juzgaron como un alarde de «buen teatro pobre». Aquella tremenda música delicada, aquel celeste infierno de Mozart, espoleó mi imaginación. La resolví en sólo una noche de meditación, como en un estado de trance.

Pero quiero recordar algo importante, que significó para mí como una suerte de revelación dolorosa. Fue como si una trompeta angélica me diera un aviso trascendente, que me alertara de su existencia. Como una dulce y luminosa herida, que no se cerraría jamás. El ansia, la necesidad de compartir la mejor música con los desposeídos de la tierra, hambrientos de música. Nacidos para gozar de ella, merecedores de gozarla toda, como el gran privilegio humano.

No hacía ni un año que en mi casa se oyera casi constantemente un piano, machacado por nuestros dedos. Y el caso en concreto es que, el hermanillo de una sirvienta, al que ésta le dijo cuánto nos entregábamos los chicos a la música en aquella familia, se nos presentó de improviso.

Apareció. Lo descubrí de repente a mi lado, sentado como estaba frente a mi piano. Yo tendría unos trece años y él era un precioso chaval de nueve, hijo de un gañán. Traía consigo una concertina profesional, que se había comprado con sus ahorros. –«A mí también me gusta mucho la música. Escucha lo que ya sé tocar».

Sólo de oír las primeros acordes, fue como si un rayo clarividente me atravesara, un gozo doloroso que me arrancaba lágrimas de acordeón, lágrimas del corazón del pueblo, de aquel niño conmovedor.

Enseñanza musical obligatoria, para hacer al mundo más sabio y feliz.