Bruselas

Talibanes en la generalitat (y III) por José Clemente

La Razón
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La llegada de los «talibanes» de CiU a la Generalitat el 28 de noviembre de 2010 no se produjo en el mejor de los momentos políticos, pero fue a todas luces una victoria aplastante, tanto por los resultados (CiU lograba 62 diputados; el PSC, con el peor registro de toda su historia, sólo 28; ERC perdía la mitad de los representantes en el Parlament y se quedaba con 10, los mismos que alcanzaba ICV, lo que obligó al PSC a dejar el gobierno al no poder reeditar un tercer «tripartit» con la suma de ERC e ICV), como por la desolación y el hundimiento en el que se instalaba la izquierda a partir de ese momento. La sorpresa llegó por el PP que lograba su mejor marca al llegar a los 18 diputados, y Solidaritat Catalana (SI), otra formación independentista, que alcanzaba otros cuatro escaños frente a los tres de Ciudadanos (C's). Pero la crisis económica comenzaba a cobrarse sus primeras víctimas y el paro había alcanzado cotas verdaderamente alarmantes, aunque lo grave aún estuviera por llegar cuando meses después los expertos en finanzas de la Generalitat detectaban un agujero del «tripartit» de 56.000 millones de euros. Una deuda que había que pagar con ajustes de todo tipo y recortes y lo más grave todavía, una larga lista de fechas de vencimientos de pago que iban a poner a CiU y su nuevo gobierno contra las cuerdas. Pero eso vendría mucho después, porque de entrada el nuevo gobierno nacionalista contó, al igual que en el País Vasco el ejecutivo socialista de Patxi López, con el apoyo táctico del PP, para quien lo prioritario no era otra cosa que salir de la crisis cuanto antes y como fuera.
De ese modo arranca la legislatura más esperada por los «talibanes», que vieron y vivieron en sus propias carnes la descomposición del tejido económico y productivo de Cataluña, hasta límites tan alarmantes como la deslocalización, el dejar de pagar las nóminas a los funcionarios públicos, las atenciones a la tercera edad, las guarderías, el cierre de hospitales y los servicios de urgencias y obligarse a una drástica reorganización de un sinfín de servicios básicos de los ciudadanos para evitar el hundimiento total y definitivo del Estado de Bienestar, del que Cataluña era un paradigma. De forma paralela las calles de Cataluña se fueron llenando de «indignados» contra Mas y su brazo policial, Felix Puig, catalanes todos ellos que protestaban contra los duros recortes de la Generalitat, unas manifestaciones potencialmente lanzadas por socialistas, comunistas e independentistas para desalojar a CiU del poder en menos tiempo del esperado, como en el resto de España sucedía contra Mariano Rajoy, con los mismos provocadores en las calles y algún que otro agitador suelto de aquí para allá como Sánchez Gordillo y Diego Cañamero.
Pero desde mucho antes del retorno de CiU al poder y bajo el gobierno manirroto y despilfarrador del «tripartit» un pequeño núcleo de «talibanes», con Jordi Pujol y su hijo a la cabeza, empezaron a darle vueltas a cuál sería el momento más adecuado para lanzar un órdago a la mayor que les permitiera salir del laberinto. No podían asumir una crisis que no habían causado y, además, perder el poder por el que tanto habían luchado. Ese y no otro fue el gérmen de la actual propuesta soberanista de CiU, pero con otro obstáculo añadido: ¿Quién pilotaría la ruptura de la nueva nación catalana con España? ¿Quién pasaría a la historia por ser el primer presidente de la nueva Cataluña libre y democráctica? Y unos nubarrones negros que amenazaban tormenta se instalaron sobre la testa de Artur Mas, quien sabe si con la complicidad de Duran i Lleida, que ya se apuntaba a la operación sólo por devolverle al actual líder de CiU lo mucho que le hizo sufrir con los escándalos de Unió.
En estos últimos años Jordi Pujol no sólo ha escrito varios libros sobre sus memorias, sino que ha pasado mucho tiempo en los pasillos de Bruselas, bastantes menos en el Parlament y, sobre todo, ha ido tejiendo una red de apoyos empresariales y otros grupos de incondicionales con los que, llegado el momento, contar para ese nuevo tiempo de Cataluña que, otro Pujol, su hijo, lideraría sin ningún género de dudas. Por eso surge la propuesta-trampa del llamado «Pacto Fiscal», una artimaña que salió mal a todos en un lado y otro del Ebro. Mal, porque era la excusa para atacar y aislar a un Artur Mas al que acusarían de conformarse con poco. Y mal, también, porque ante la posible negativa de Rajoy el Gobierno central servía en bandeja la excusa para apelar al victimismo, traducido en «España nos roba». Todo ello con unas elecciones previstas antes de la reunión con Rajoy, que, en el peor de los casos, les haría ganar las elecciones, más tiempo para salir de la crisis y preparar el viaje a Ítaca. Otra cosa es que Mas vaya a ser el capitán de esa nave, porque para eso ya está el «hereu» político de Jordi Pujol, que no es otro que Oriol Pujol. Pero si hubiera tortas, que la culpa sea de Mas.