Nueva York
Chagall simbólicamente real
MADRID- Chagall es un hombre de exilios, de inmigraciones varias. Un arte que proviene de las raíces, pero, sobre todo, del contacto con otras corrientes, del sincretismo de aquellas vanguardias del siglo XX, pero también de saltar fronteras físicas y artísticas. Lo suyo es una depuración del cubismo, el orfismo de Robert Delaunay y el fauvismo. Llegó a París con un bagaje de orientalismos y se encontró con la pintura de Occidente, que reinventó con la iconografía heredada del culto y la comunidad judía. El Museo Thyssen y la Casa de las Alhajas ofrecen la primera retrospectiva dedicada en España al artista ruso. Un conjunto de 150 obras que reconstruyen su trayectoria y las diferentes facetas que abordó: pintura, litografías, escultura y cerámica. Chagall empezó a hacer obra a partir de lo cotidiano, de lo que encontraba a mano, con esos paisajes domésticos de la infancia, salpicados de esencialidades, para luego ir desprendiéndose de esas tutorías iniciales e ir tomándose el pulso a sí mismo.
Un artista en libertad
Su primera estancia en Francia le contagió de ideas y le encaminó hacia una ruptura formal de su pintura, pero sin renunciar a esa temática de violinistas, cabras y símbolos religiosos que siguió retratando. Aprovechó los recursos y las nuevas formas del arte para ir ascendiendo hacia lo onírico y otros campos ambiguos de la imaginación. La verdadera fragua de la que saldría su estética. «Poseía un sentimiento de libertad que pocos artistas han conocido en el siglo XX», aseguró Jean-Louis Prat, comisario de la muestra, en referencia a la capacidad errante de Chagall. Pero, también, quizá, en alusión a unas experiencias vivenciales tan importantes como las influencias que recibió de otros creadores y que impregnaron su obra. En sus lienzos, bajo las capas de pintura, yacen todos los acontecimientos de los que fue testigo: la aldea natal, la Revolución Rusa, la contienda de 1914, el ascenso del nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el infausto destino del pueblo judío, su estancia en Estados Unidos y su regreso a una Europa que había sido devastada por los cañones y el fanatismo. «En sus cuadros hay un mensaje de esperanza extraordinaria, a pesar de los fascismos de los que fue testigo», comentó Prat en la presentación, a la que asistió Meret Meyer, nieta del artista.
Para el montaje se ha contado con la colaboración de más de una veintena de museos y con un buen número de préstamos procedentes de colecciones privadas. Algo que ha permitido reunir, aparte de la colección de aguafuertes para ilustrar la Biblia (uno de sus trabajos más reconocidos), cuadros como el inquietante «Dedicado a mi prometida», «Gólgota», «El violinista», «La caída del ángel» o «La guerra», entre otros. Las piezas muestran el profundo conocimiento que poseía el artista para el color, pero también para los negros y las pinturas más monocromáticas, como se puede contrastrar en dos lienzos de semejante temática pero diferente factura: «La casa gris» y «La casa azul». La exposición también ha traído toda esa obra onírica, en la que se mezcla lo fantástico, lo real y lo simbólico, que es la arista más conocida de su legado, la que le ha dado gran parte de su popularidad, como «Mundo rojo y negro», «París entre dos orillas» o «El caballo rojo». Entre las obras emergen sus temas preferidos, como los amantes prometidos, el mundo circense («El circo azul») o la danza. Y, por supuesto, esos animales que dibuja con instrumentos musicales: «Suelo dibujar vacas en el cielo –explicó en una ocasión el propio Marc Chagall–, porque en mi tierra natal había vacas». Sencillo y directo. Para qué más.