Teatro

Presentación

Petardo de público por Alfonso Ussía

La Razón
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Me hastían los tópicos, los lugares comunes. «El entendido público de las Ventas». Mentira. Un público manso, acobardado, pendiente de la grosera intransigencia de un tendido. Un público insensible, incapaz de emocionarse con la firmeza de un torero herido que se come el dolor por respeto a ese público que no le presta atención mientras, arrastrado ya el cuarto de la tarde, camina hacia la enfermería para ser operado. Una cornada de diez centímetros en la ingle que afecta al pubis. Y los del tendido verdeflauta a lo suyo, y el público frío como un témpano, a pesar de haber asistido a una gesta individual, que eso es el toreo, el valor, el arte, la firmeza de un hombre solo ante el movimiento de la muerte.

El pasado jueves hicieron el paseíllo ante ese público que un día supo de toros, tres figuras del toreo. Castella, Manzanares y Talavante. Se lo han ganado. Pero ese tendido, tan amable con algunos y tan generoso con determinadas ganaderías –aquellas cuyos propietarios convidan a sus más significados voceros a comidas en el campo y tentaderos–, no soporta a los toreros que se han enriquecido creando arte y valor ante la muerte. Siempre fue un tendido rencoroso, sesgado políticamente, perfectamente capacitado para influir y silenciar a la gran mayoría, que en los carteles de lujo es una mayoría de revistas del corazón. La plaza de las Ventas tiene miles de abonados que saben de toros, vibran con los toros, se emocionan con el arte, analizan con justicia y admiran la valentía. Pero están, en su mayor parte, bien educados. Y la buena educación siempre se somete a la grosería, del mismo modo que la prudencia, al insulto y al griterío. El jueves, ese público entendido –que lo hay– no supo valorar el gesto de un maestro, Castella, que toreó como los ángeles al «victoriano» que le rompió la ingle en la soledad de los medios. No supo valorar, influido por la crudeza de los verdeflautas, que siguiera en la plaza aguantando su herida para culminar su triunfo en el cuarto toro. No supo callar a los que le gritaban durante su segunda faena, ofreciendo su herida a los pitones de la muerte. No supo reaccionar cuando, ya cumplida la gesta, el maestro francés, sin dar importancia a su lección, se dirigió discretamente hacia la enfermería para ser operado. Un petardo de público, frío, insensible, descorazonador.

Eduardo Haro Tecglen, en uno de los cocidos de Zarraluqui, nos confesó a los allí presentes que estaba harto del teatro y que le aburría el teatro. Era crítico de Teatro. Se notaba en sus críticas, casi siempre ácidas y desconsideradas.

Para mí, que el sector influyente de las Ventas no es aficionado a los toros. Interrumpe la faena, grita a destiempo, no acepta la paciencia para analizar al toro, y sobre todo, no respeta a los toreros. El público que no sabe respetar a los toreros no puede considerarse aficionado. Después de muerto el toro, el público tiene todo su derecho al aplauso o a la bronca, pero nunca durante la lidia. Me gustaría saber cuántos «entendidos» intransigentes del «Siete» aguantarían con una cornada de diez centímetros en la plaza.

Ayer no se le abrió la Puerta de Madrid a Castella, aunque simbólicamente la tenía abierta de par en par. No es cosa de contar orejas. El gesto de valor seco y torero que protagonizó el francés en Madrid vale lo mismo que diez salidas por la Puerta Grande. Y el público de Madrid no supo recompensar su respeto con la emoción de la gratitud. Un mal público el de Las Ventas, aunque muchos taurinos no lo reconozcan por temor a los vociferantes de los pañuelos verdes.