Testigo directo
Atentados del 11-S: El héroe que salvó a cientos de personas por tener la llave maestra de las Torres Gemelas
“Una cabeza, un pie… No sabías lo que era. Sólo veías una masa humana de sangre, pelo y tela”, recuerda William Rodríguez a LA RAZÓN
Algo cambió para siempre con los terribles atentados del 11 -S. Para el mundo entero y para cientos de miles de neoyorquinos que lo vivieron en primera persona. La realidad del mayor ataque terrorista sufrido por EE UU en toda su historia superó, con creces, toda escena de ciencia ficción, dejando tras de sí el trágico balance de 2.996 víctimas mortales y más de 25.000 heridos. Algunas de ellas, como Willliam Rodríguez, se convirtieron en la cara visible de un suceso traumático que también puso en evidencia la entereza, valentía y solidaridad de cientos de héroes que lucharon por ayudar a los heridos y salvar muchas vidas. Un gran desafío, como nunca antes, también para el personal de emergencias que atendió en primera línea las labores de rescate: 403 bomberos y policías murieron en la tragedia.
Conocido como «Willy» por sus compañeros, tenía la llave maestra que abría todas las puertas de emergencia del World Trade Center, donde había trabajado desde hacía dos décadas en labores de mantenimiento. Durante años barrió todos los días escalón por escalón, piso por piso, hasta completar las 110 plantas de los edificios más altos de la ciudad de los rascacielos. Tener «la llave de la esperanza» en sus manos, como la bautizó tras el 11-S, le hizo sentir la responsabilidad de quedarse en el lugar del atentado cuando se produjo la primera explosión y todavía nadie sabía que se trataba de un avión. «No soy un héroe, soy simplemente un superviviente que tenía la llave maestra, (nos la muestra), con la que pude abrir las puertas de emergencia de los edificios para que cientos y cientos de personas pudieran escapar. La responsabilidad de haber tenido este instrumento fue tan crucial que tuve que tomar una decisión de vida o muerte: no hago nada y me voy, como todo el mundo, o me sacrifico y trato de rescatar a las personas. Si tuviera que hacerlo de nuevo, 20 años después, lo haría igual», dice el conocido por los medios como «el último superviviente de las Torres Gemelas», al haber sido el último en ser rescatado, en entrevista para LA RAZÓN.
Aunque «el rescatista terminó siendo rescatado» después de volver al interior del edificio hasta en tres ocasiones, cruzando el sótano, abriendo puertas de emergencia de acceso a las oficinas, subiendo hasta la planta 39 de la Torre Norte, ayudando a centenares de heridos a escapar, a encontrar la salida; guiando a los bomberos al subir por las escaleras con hasta 60 kg de peso a sus espaldas para atender a las víctimas; evacuando a personas ensangrentadas, quemadas, descalzas, con múltiples cortes en la cara, brazos y cuerpo por el impacto de los cristales; confundidos, angustiados, en estado de pánico.
«Salí cuando el edificio se estaba derrumbando y lo único que vi fue un camión de bomberos. La Policía me gritaba que no mirara hacia atrás porque estaba lleno de cadáveres de personas que se habían tirado a 80 o 90 metros de altura y explotaron en el suelo. Una cabeza, un pie… no sabías lo que era. Sólo veías una masa humana de sangre, pelo y tela. Entonces vi el único cuerpo que pude reconocer, porque era el de una señora a la que ayudé a escapar de la planta 37. La ayudé y, cuando salí, me la encontré partida por la mitad, como si uno de los vidrios de las ventanas que cayeron desde arriba a gran velocidad le hubiera cercenado como una guillotina», cuenta Willy. Asegura que no ha pasado un sólo día, en estos veinte años, que no haya pensado en lo que ocurrió.
“Empecé a gritar porque era una escena dantesca. El edificio se derrumbó y corrí hacia el camión de los bomberos, quedando sepultado bajo los escombros. Lo único que recuerdo en ese momento es haber dicho “Dios mío, no le des a mi madre el dolor de ver mi cuerpo en mil pedazos. Que mi mamá pueda reconocer mi cuerpo para enterrarlo”. Willy había llamado a Puerto Rico desde el teléfono de la centralita, después de la explosión, para avisar a su madre de que no se preocupara, sin saber que el mundo entero estaba pendiente de lo que sucedía en Nueva York.
Varias horas después, sellado bajo los escombros, el polvo y la oscuridad de la tragedia, Willy vió una linterna y escuchó “por aquí, por aquí”. Se asomó y pensó “estoy muerto”. Cuenta que ya iba “entrando al túnel, a las puertas del cielo” cuando vio la palabra “ambulancia” del revés. “Me hicieron los primeros auxilios y dije “ay, estoy vivo”. Me di cuenta de que no tenía ni un hueso roto. Un milagro”, añade emocionado, mostrando el chaleco que llevaba puesto que ahora guarda, junto a la llave maestra, como reliquia en recuerdo del día más oscuro de su vida.
Dar conferencias contando su historia le ha servido de terapia durante estas dos décadas para superar el trauma, que asegura le impidió por mucho tiempo subirse a un ascensor o hacer una vida normal. Terminó sin trabajo, sin casa y mendigando en las calles de la Gran Manzana hasta que alguien le reconoció y le ayudaron a denunciar su situación para salir del agujero, recibir ayudas del Gobierno como superviviente de los atentados, pero sobre todo como héroe que ayudó a cientos de personas a poder volver a abrazar a sus seres queridos.
“Te quiero agradecer lo que hiciste por mí ese día porque gracias a ti he podido ver a mis hijos crecer”, le dijo hace unos días, veinte años después, un compañero que se encontraba en el sótano cuando el primer avión impactó contra la Torre Norte y al que Willy advirtió de lo que estaba sucediendo para que abandonara cuanto antes el edificio. Su comentario me hizo llorar “como una magdalena”, confiesa.
Desde entonces, cada 11 de septiembre, las víctimas y los familiares se reúnen para conmemorar el aniversario del día que les cambió la vida para siempre. Y es que todos coinciden que ese capítulo de su vida es todavía una herida abierta. Para ellos, las víctimas, los supervivientes y los familiares; y para toda la sociedad estadounidense.
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