África
Deportaciones a terceros países: ¿exporta Estados Unidos criminalidad a África?
Tanto Uganda como Sudán del Sur cargan ya con un peso enorme en materia de refugiados y desplazamiento
La iniciativa formulada por Donald Trump para enviar a inmigrantes irregulares a terceros países ha venido acompañada de una fuerte polémica. Las opiniones son variadas. Hay quienes apoyan la medida. Otros no. Y quienes la rechazan en Occidente, sean o no estadounidenses, claman contra la posibilidad de enviar a los deportados a naciones africanas donde las condiciones de seguridad son volátiles. Es decir, que existe el temor de que los deportados sean expuestos a condiciones de esclavitud, malos tratos o tortura. La imagen que se mantiene sobre el continente africano (caos, miseria) alimenta ese miedo.
Human Right Watch, por ejemplo, especificó recientemente que tanto Esuatini como Sudán del Sur no son países seguros para los deportados debido a la represión política, el uso excesivo de la fuerza en sus cárceles y la opacidad del proceso. Los abogados de los afectados, como es evidente, también señalan la escasez de derechos que caracterizan a los países receptores. Estos temores no son infundados: Sudán del Sur tiene una tasa de homicidios tres veces mayor que la de Estados Unidos; la de Uganda es casi trece veces superior a la española.
Además, tanto Uganda como Sudán del Sur cargan ya con un peso enorme en materia de refugio y desplazamiento. Uganda es hoy el mayor país de acogida de refugiados en toda África, con cerca de dos millones de personas procedentes sobre todo de Sudán del Sur y la República Democrática del Congo, según Naciones Unidas. Sudán del Sur no sólo alberga a más de medio millón de refugiados y solicitantes de asilo, sino que más de 2,3 millones de sus propios ciudadanos viven como refugiados en el extranjero. Quizás pueda este dato ilustrar fragilidad de un país que ya enfrenta crisis humanitarias internas de gran magnitud.
Aunque no se tienen registros de asesinatos o torturas graves sufridas por parte de los repatriados, sí que se han reportado casos donde las garantías legales han alcanzado cotas mínimas. Por ejemplo, en julio de 2025, cinco hombres fueron deportados desde EE.UU. hacia Esuatini. Provenían de Vietnam, Cuba, Jamaica, Yemen y Laos, y enfrentan detención en prisiones de máxima seguridad sin acceso a abogados ni explicación legal clara.
¿Y cómo afecta a la seguridad africana?
Pero existe un segundo aspecto en esta dinámica de deportaciones que apenas es mencionado por los detractores o quienes apoyan el proceso, aunque voces africanas lo advierten: la seguridad de los nacionales de los países de recepción en los casos donde los deportados son delincuentes peligrosos. Un ejemplo reciente puede encontrarse en Jesús Muñoz, un hombre de nacionalidad mejicana que fue trasladado de forma temporal a Sudán del Sur tras ser condenado a cadena perpetua por un tribuna estadounidense. Muñoz, culpable de asesinato en segundo grado, pasó varios meses en el país africano hasta ser repatriado a México, este mes de septiembre. Y Muñoz es sólo un caso más; un elevado número de los deportados a Uganda, Sudán del Sur o Esuatini arrastran consigo graves condenas por los delitos cometidos.
¿Qué garantías de seguridad ofrece Estados Unidos a los ciudadanos ugandeses cuando envía a su territorio a criminales peligrosos? Es sabido que las fugas masivas de las prisiones son una posibilidad. En septiembre de 2020, por ejemplo, 219 presos escaparon de la prisión de Singila, en el noreste del país. Lograron esto tras apoderarse del arsenal del penal, incluyendo 15 fusiles AK-47 y munición, y escapando hacia las montañas de Karamoja. En enero de 2025, se reportó una fuga masiva desde una instalación militar en Juba, en Sudán del Sur. Aproximadamente 600 detenidos escaparon; más tarde, 410 de ellos fueron recapturados por las fuerzas de seguridad pero el resto sigue huido.
Estas debilidades institucionales refuerzan el temor en otros países receptores. En Esuatini, tras el envío en julio de 2025 de los cinco hombres mencionados más arriba, se produjo una profunda inquietud ante su llegada. Tricia McLaughlin, secretaria adjunta del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, dijo en una publicación en X el 16 de julio que los hombres habían sido condenados por delitos que incluían violación infantil, asesinato y robo, y que eran “tan singularmente bárbaros que sus países de origen se negaron a aceptarlos de regreso”. Es fácil imaginar la inquietud que esto puede generar. Una inquietud que creció al estimar el gobierno de Esuatini que los cinco hombres permanecerían detenidos durante unos 12 meses, aunque Thabile Mdluli, portavoz del Gobierno, matizó que “podría ser un poco menos o un poco más”.
Organizaciones de Esuatini entregaron el pasado mes de julio una petición a la embajada de Estados Unidos pidiendo trámite de regreso a los deportados, con el fin de que su país no se convierta en un “vertedero de problemas no resueltos de otros lugares”. Y se trata de una postura que se repite en Sudán del Sur. Martin Mawut Ochalla, un joven de 28 años, dijo recientemente en una entrevista a AP que “quienes son deportados, algunos son delincuentes, han estado involucrados en delitos. Así que, una vez que son traídos a Sudán del Sur, eso significa que las actividades delictivas también aumentarán”.
Delincuente deportado, crimen elevado
Tanto Ochalla como las organizaciones suazilandesas tienen un poso de razón. Porque existen abundantes casos donde delincuentes expatriados a terceros países han participado en el aumento de la inseguridad.
Un ejemplo paradigmático pudo hallarse en Centroamérica, en los años noventa, cuando Estados Unidos deportó a miles de inmigrantes con antecedentes criminales a El Salvador, Honduras y Guatemala. Entre ellos estaban miembros de la Mara Salvatrucha (MS-13) y del Barrio 18, pandillas nacidas en Los Ángeles que encontraron terreno fértil en sociedades recién salidas de guerras civiles y que tenían sus instituciones debilitadas. Deportados como Ernesto Deras reorganizaron estas estructuras en su país de origen y las expandieron, contribuyendo a convertir a Centroamérica en una de las regiones más violentas del mundo. Casos similares se dieron en Haití, donde retornados como Amaral Duclona y Evans Jeune se convirtieron en líderes de bandas armadas responsables de secuestros, asesinatos y un incremento de la criminalidad en barrios populares de Puerto Príncipe.
Eso sí, el patrón no es exclusivo del continente americano. En Nueva Zelanda, la aplicación por parte de Australia de la llamada “501 policy”, que permite expulsar a no ciudadanos con condenas de más de un año, derivó en la llegada de centenares de delincuentes con fuertes vínculos entre sí. Muchos formaron nuevas pandillas y reforzaron el crimen organizado, lo que se tradujo en un aumento perceptible de la violencia en ciudades como Auckland. También en Jamaica, deportados desde el Reino Unido con condenas por narcotráfico y delitos violentos alimentaron las guerras entre bandas rivales en Kingston, mientras que en Filipinas varios deportados con historial delictivo se integraron en el narcotráfico local, fortaleciendo redes criminales transnacionales.
Ni siquiera hace falta que los recién llegados sean nacionales del país receptor. En ocasiones, se ha documentado que algunos no tenían documentación clara de nacionalidad o vínculos reales con el país receptor (especialmente en los casos de Haití y Jamaica), pero fueron enviados allí como “tercer destino”.
No se tienen registros de individuos deportados que hayan sido asesinados en el país de origen, menos aún en África; pero sí que se conocen casos donde los deportados han contribuido a empeorar la situación de los países receptores. En un mundo donde el continente africano es observado desde un prisma sesgado, parece anecdótico que el peligro lo corran los africanos, y no los deportados, pero la posibilidad es real. Quizás fuera Amnistía Internacional quien expuso el dilema con mayor claridad, en un comunicado emitido recientemente: “Estos acuerdos ponen en riesgo a personas que ya han cumplido sus condenas y trasladan los problemas de Estados Unidos a países con menos recursos. No solo violan los derechos de los deportados, también socavan la seguridad y estabilidad en los países receptores.”