Análisis
Putin, el hombre que quería ser un nuevo Stalin
El presidente de Rusia desea reconstruir el imperio de los Romanov, pero actúa como heredero del totalitarismo estalinista
La visión del mundo de Vladimir Putin se construyó en la esfera soviética. Sufrió por el fin de la URSS a la que criticó por la política leninista de nacionalidades que llevó a la independencia de Ucrania. Quiere reconstruir el Imperio de los Romanov, pero actúa como heredero del totalitarismo estalinista. Así pues, su patriotismo crea una síntesis histórica entre las épocas imperial y soviética, cuyo punto de unión es la idea de la grandeza de Rusia. La Gran Guerra Patriótica (1941-1945) se convirtió en el eje del discurso de un país victorioso que «se levantó» y «borró la humillación». Un discurso que resonó ampliamente en la población rusa tras la anexión de Crimea en 2014.
La idea de Ruskij mir (Mundo Ruso), de la unión de los rusos más allá de las fronteras, ha resultado muy movilizadora en la crisis ucraniana. Apela al nacionalismo étnico ruso, lo que supone una ruptura histórica para Rusia, que nunca lo había invocado, ni en la época zarista ni en la soviética.
Tras la Revolución Naranja de 2004 en Ucrania, Putin parece haberse convencido de que, para bloquear una posible contaminación revolucionaria en Rusia, necesitaba establecer una dictadura personal. Creía que la caída de la URSS se debió principalmente a la debilidad del poder. Para él, tras la política de descentralización lanzada por Yeltsin, había que recentralizar fuertemente el poder.
Fue en esa época cuando aparecieron en la fraseología oficial términos como «verticalidad del poder», «dictadura de la ley» o «democracia soberana». El poder central se fortaleció frente a los oligarcas y los gobernadores regionales, y la oposición se debilitó. Tras el engañoso relevo de 2008, la vuelta de Putin a la presidencia en 2012 estuvo marcada por las protestas que provocaron un refuerzo de su poder y le convirtieron en un auténtico autócrata.
Además, como emulador de Stalin, rehabilitó al «Pequeño Padre de los Pueblos» como modelo de verdadero líder. Su reescritura revisionista de la historia culminó en diciembre de 2020 con la disolución de la ONG Memorial, fundada en 1989 con el objetivo de archivar los abusos del periodo estalinista y, más ampliamente, las violaciones de los derechos humanos hasta la actualidad. Putin, solo en el poder, trata a sus colaboradores como Stalin trataba a los suyos –sin asesinarlos. La ahora famosa reunión con su jefe de inteligencia exterior, temblando y balbuceando ante él, es reveladora.
Stalin era un pervertido narcisista. Putin, por su parte, podría sufrir un delirio paranoico post-covid. Está aislado en su torre de marfil, sin interesarse por las opiniones de sus colaboradores, pero exigiendo de ellos obediencia y lealtad absolutas.
Por otra parte, los «enemigos interiores» no son tratados mejor que bajo Stalin (aunque no hayan reaparecido los juicios de Moscú de los años 1930); asesinatos de periodistas, envenenamiento de opositores como Navalni, redadas contra 15.000 manifestantes antiguerra, etc. La «operación especial» en Ucrania va acompañada internamente del uso de medidas totalitarias para controlar a la población rusa.
En las escuelas, por ejemplo, los alumnos asisten a sesiones especiales destinadas a inculcar la línea oficial. La censura de internet intenta desconectar a la población del mundo exterior. Ahora se impone el totalitarismo «putino-estalinista».
En cuanto al «enemigo externo», este término también recuerda a la época de Stalin. Para Putin, el Gobierno ucraniano no es más que un grupo de nazis que deben ser liquidados. La población ucraniana debe ser aplastada bajo las bombas y resignarse a una rendición incondicional. La entrada de los tanques rusos en las grandes ciudades recuerda a su entrada en Budapest en 1956 y en Praga en 1968: la ley de la fuerza y la política del terror.
Al igual que con Stalin, el enemigo para Putin es Occidente y sus regímenes democráticos, cuya posible y peligrosa expansión debe ser protegida. De ahí, el descenso de un nuevo «telón de acero» que aísla a los habitantes del imperio ruso. La OTAN es el brazo armado de este enemigo, único responsable de las respuestas «defensivas» de Rusia. Tras algunos años de vacilación, Putin ha vuelto así a la visión estalinista de la Guerra Fría.
El autócrata de Moscú sabe que la durabilidad de su régimen depende del repliegue político de la élite y de la sociedad rusa sobre sí misma. En otras palabras, es la propuesta opuesta a la apertura gorbacheviana. Gorbachov abrió la URSS, lo que condujo a una primera liberalización a finales de los años ochenta. Pero nunca habría podido introducir reformas económicas y políticas abiertas si no hubiera abierto al mismo tiempo la URSS al mundo exterior. Ambos eran inseparables. Putin hace lo contrario, precisamente para asegurar la consolidación de un régimen opaco y autoritario, encerrando a Rusia en sí misma. Al igual que el régimen estaliniano, el de Putin está condenado al encierro definitivo, pero a costa de una guerra.
Frédéric Mertens de Wilmars es profesor y coordinador del Grado en Relaciones Internacionales de la Universidad Europea de Valencia
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