Frente de guerra

Heroísmo, rap y flores en el Donbás: así muere un amigo en la guerra de Ucrania

Sergiy, un joven comandante ucraniano, murió al intentar derribar un dron ruso el día del cumpleaños de su mejor amigo

Sergiy, un joven comandante ucraniano, murió al intentar derribar un dron ruso el día del cumpleaños de su mejor amigo
Sergiy, un joven comandante ucraniano, murió al intentar derribar un dron ruso el día del cumpleaños de su mejor amigoOlha Kosova

Desde el viernes pasado intento juntar letras en palabras, pero se me escapan. Se ahogan en lágrimas. Llamo a Lyosha y me quedo en silencio. Después del shock del primer impacto en Bajmut, él me invitó a comer sushi y me contó historias graciosas de su vida. Tras el bombardeo nocturno en Pokrovsk, no fui capaz de confesarle a mi colega español lo cerca que estuvimos de morir ni lo mucho que me temblaban las piernas. Pero Lyosha, en plena madrugada, supo encontrar los chistes justos para salvar la reputación de valentía de los periodistas ucranianos. Siempre los encuentra, esas malditas palabras adecuadas.

Yo, para él, hoy no tengo ninguna.

En la primavera de 2023 me invitó a su fiesta de compromiso, y junto con su mejor amigo Sergiy me hicieron enamorarme del Donbás. En invierno, después de largos “nadas” en salas de hospital, en el azul parpadeante de los búnkeres, volvieron a darme esperanza. Esa historia se volvió central en esta guerra. O, más bien, hace tiempo que dejó de ser solo una historia.

-¿Qué quieres que te cuente? Si tú ya lo sabes todo sobre nosotros -me dice Lyosha. En su voz no queda ni rastro de la ironía de siempre.

Y sí, lo sé. Si Sergiy leyera este texto, con ese tono entre molesto y tímido, me diría:

-Ay, Olya, no empieces otra vez con eso de hacerme héroe...

Yo le respondería: “Ni que te hubiera pedido permiso. No me digas cómo hacer mi trabajo”.

Le daría vergüenza que volviera a escribir sobre él. Luego, cuando lo leyera, lo diría corto y algo ruborizado:

-Bueno, está bien escrito.

Después, como tantas veces, me escucharía sorprenderme con su historia de “un minuto antes de morir”. Y, algo molesto, contestaría:

-Parece que siempre piensas que tus otros amigos soldados son más serios. Y nosotros, bueno… nosotros solo estamos aquí. Ya vamos por el cuarto año. Cada arbusto de esta Kostiantynivka me lo conozco de memoria.

(Una ciudad del frente que Rusia se empeña en borrar del mapa.)

A menudo, colegas me preguntaban si encontré a Dios en el frente. Lo que encontré fue otro tipo de religión. Fe en la persona. Fe en que Oleksii y Sergiy volverían algún día a casa. Que formarían las familias con las que tanto soñaban. Que a Sergiy por fin le tocaría el amor.

“No le dio tiempo”, diría más tarde su amigo Vladik.

Yo vi su heroicidad. Como escribió mi abuelo —general y Héroe de la Unión Soviética—, el heroísmo es una elección. Elegir levantarse cada día a las cinco, aguantar varios bombardeos al día, defender el cielo del Donbás, dormir en búnkeres, abrazar al gato Valentyn con ternura, ver un par de TikToks y caer dormido unos minutos. Quedarse pese al cansancio, a la enfermedad. Sacar fuerzas para escribirle a su madre y callarse todo lo demás, para no preocuparla.

Lyosha y Sergiy
Lyosha y SergiyOlha Kosova

Sergiy se sonrojaba cuando le hacía preguntas personales, pero como comandante organizaba con firmeza a sus “waffledrones” y habría dado la vida por ellos. Se quejaba de que, con 28, ya parecía un anciano; regañaba como si tuviera ochenta. Se reía de mi feminismo, pero cuando le hablaba de machismo en el frente, respondía:

-Nosotros, con Lyosha, no pensamos así. Que se vayan al demonio. Eres una corresponsal de guerra brutal. ¿Te acuerdas en Bajmut, cuando nos cubriste?

Entonces se reía y me ayudaba a levantarme y ajustar el chaleco.

-No soy muy bueno para apoyar —decía siempre.

Pero sus amigos no estarían de acuerdo. Vladik, su mejor amigo de la vida civil, decía que en los momentos difíciles, Sergiy siempre estaba ahí.

Ese viernes, Lyosha iba a celebrar sus treinta. Iba a llegar su prometida, Karina. Iban a reír, a planear el casamiento. En verano sería la boda, y Sergiy iba a ser el testigo.

Era una mañana de cambio de guardia, de esa magia única. Estaba en esos treinta minutos mientras hervía el café, en un par de bromas sobre la muerte, en el rap ucraniano que Sergiy tanto escuchaba, en las carreteras del Donbás brillando bajo el sol.

-¿Sientes que es el mejor momento del día? —le pregunté.

-Cuando puedo dormir, sí. Pero también cuando me encuentro con Lyosha —respondía.

Ese día alcanzó a felicitarlo. A ese amigo al que quería como a un hermano. Lyosha dice que amistades así son cosa del destino. Y sí: cuando estaban juntos, ni la guerra pesaba tanto.

Lyosha y Sergiy
Lyosha y SergiyOlha Kosova

Pero esa amistad no pudo durar para siempre. Un dron FPV ruso mató a Sergiy. Hasta el último segundo intentó derribarlo. No corrió al refugio.

En ese mismo momento, en su casa, su madre dice que la luz se apagó y volvió a encenderse. La noticia —que su “niño bueno”, su sostén— había muerto, llegó al día siguiente. Según ella, ese viernes también murió una parte de su alma.

Sergiy no quería morir así.

-En una de las posiciones había un campo de flores. Era tan hermoso. Yo querría simplemente acostarme allí, en la hierba, y desaparecer —me dijo, una vez, agotado.

Sergiy hablaba a menudo conmigo sobre la muerte. Estaba convencido de que no regresaría del Donbás. Por eso me contaba tanto: sobre su infancia, su primer amor, sus amigos, su querida Sumy —bombardeada una y otra vez por los misiles rusos.

-Ya todo el mundo habla de negociaciones. Vosotros vais a volver a casa.

-¿Tú de verdad lo crees, Olichka? Yo siento que me voy a quedar aquí.

Como todos los soldados, le dolía profundamente la brecha entre el mundo civil y el militar. Sufría cuando le decían que luchaba por dinero.

-Antes, cuando estaban ocupados, pedían que los salváramos. Ahora somos locos por ir a pelear.

Su madre, Oksana, contó que esa primavera, cuando tuvo una pequeña licencia, los vecinos le traían comida y víveres.

-Para nuestros chicos —decían.

Este viernes, en Bajmach, se reunirán todos los que amaron a Sergiy para despedirse. Yo querría estar allí, decirle adiós. Pero los horarios de los vuelos entre Madrid y Kiev son implacables. No llegaré a tiempo. Quizá sea lo mejor. En nuestras despedidas siempre había silencios incómodos y algo de vergüenza mal disimulada.

Pero en tu tumba dejaré flores. Estarán hechas de letras. De palabras que tanto busqué y que no salían.

Gracias por tu paciencia, por tu valentía.

Gracias por volver a traerme a casa.