Análisis

Naciones Unidas: ¿reforma impostergable o decadencia irreversible?

La ONU ha demostrado ser una organización mastodóntica, lenta, rígida, ineficaz y muy cara

Netanyahu habla a los rehenes desde la Asamblea de la ONU: "Os traeremos de vuelta a casa"
Netanyahu habla a los rehenes desde la Asamblea de la ONU: "Os traeremos de vuelta a casa"Europa Press

La ONU nació encorsetada para gestionar la posguerra mundial después del sonoro fracaso de la Sociedad de Naciones. Pero al diseñar su estructura para garantizar la influencia de las 5 grandes potencias, que eran además potencias nucleares —Estados Unidos, la Unión Soviética (hoy Rusia), China, el Reino Unido y Francia—, creó el mecanismo que ha bloqueado la organización desde su fundación. El veto de los 5 miembros permanentes ha sido uno de los problemas capitales de la Organización. Se ha discutido mucho sobre una reforma del sistema y la creación de una suerte de veto ponderado que requeriría de dos vetos para bloquear una resolución, pero nunca pasó del estadio de disquisiciones teóricas entre juristas y analistas.

Como bien señaló Harry S. Truman, presidente de EE UU en 1945, al defender la inclusión del veto en la Carta de la ONU: «sin el veto jamás habría sido aprobado en el Senado». Esta cita subraya cómo el veto fue un compromiso necesario para la fundación, pero ha perpetuado las divisiones. Críticos como el Global Governance Forum han argumentado que el veto permite a una gran potencia «violar cada principio y propósito establecido en la Carta y seguir siendo miembro».

Propuestas como la iniciativa franco-mexicana, respaldada por más de 100 países, buscan suspenderlo en casos de atrocidades masivas como genocidios o crímenes de guerra. Sin embargo, esas discusiones nunca pasaron del estadio teórico y la realidad las enterró desde el principio. Boutros Boutros-Ghali, exsecretario general, reconoció en su libro «Unvanquished» (1999) que la ONU estaba «prisionera de los intereses de los Estados más poderosos».

Mundo nuevo, estructura obsoleta

La ONU vio la luz en una era que despertababa del horror de 80 millones de muertos en seis años de Segunda Guerra Mundial. Era un mundo dividido en dos bloques enfrentados, en el que los neutrales pintaban muy poco y los no alineados eran, en su mayoría, marca blanca del bloque soviético. En 1945, el colonialismo seguía siendo una realidad muy viva y el número de estados independientes era limitado.

De los 51 estados que firmaron la Carta de Naciones Unidas, hoy la organización tiene 193 miembros y dos observadores: el Vaticano y la Autoridad Palestina. De 2.000 millones de habitantes hemos pasado a los 8.200 millones que somos hoy. Es un mundo muy distinto, mucho más complejo, volátil e imprevisible, con nuevas potencias nucleares. Algunas, como Corea del Norte, son un régimen abominable, brutalmente opresivo, peligroso e imprevisible.

Este crecimiento ha exacerbado la complejidad, como nota el Council on Foreign Relations (CFR): «El Consejo de Seguridad enfrenta desafíos del siglo XXI con una estructura del siglo XX (de por sí ineficaz para el siglo XX, mucho más para el XXI), incluyendo la proliferación nuclear en regímenes como Corea del Norte». Expertos como Richard Gowan del International Crisis Group han criticado cómo la ONU no ha adaptado su estructura a esta volatilidad, permitiendo que potencias como Corea del Norte, con su arsenal estimado en 50 ojivas nucleares por el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), socaven la estabilidad global sin mecanismos efectivos de contención.

Ineficiencias estructurales

No podemos responsabilizar a la ONU de todos los fracasos en la gestión de crisis, pues los protagonistas de los mismos son los principales responsables. No se puede negar, sin embargo, que ha demostrado ser una organización mastodóntica, lenta, rígida, poco transparente, ineficaz, ineficiente, en gran medida autocomplaciente y muy, muy cara. Una parte demasiado grande de su presupuesto se dedica a la estructura, administración y personal. Los datos son engañosos: solo se cita el presupuesto del núcleo central (casi 4.000 millones de dólares) cuando en realidad la totalidad del sistema de Naciones Unidas, con todas sus agencias y tribunales, suma casi 70.000 millones de dólares anuales. Tratar de esconder este dato es otro ejemplo del juego de trileros ante el que nos encontramos.

El porcentaje dedicado a la administración y costes fijos es un disparate. Aunque haya analistas que lo sitúen en torno al 35%, las opiniones más fiables insisten en que está muy cerca del 50%. Si lo comparamos, no ya con ONGs humanitarias (entre el 4% de las más eficaces y el 30% de las más manirrotas), sino incluso con los sistemas de ayuda al desarrollo de los estados, la ONU gasta entre 12 veces más que las ONGs más austeras y más del doble que los estados más «gastones». Pongamos como ejemplo a Médicos Sin Fronteras (con una eficiencia del 4-10% en gastos administrativos, según Charity Navigator) y sistemas estatales como USAID (con un 15-20%). Seguir así es simplemente insostenible.

Sesgo ideológico y alienación global

La ONU se ha convertido en un refugio, más bien un nido, de tendencias ideológicas claramente inclinadas hacia un sentido del espectro: las izquierdas más militantes y el wokismo se han instalado como la cultura dominante. Resulta casi imposible diferenciar las políticas y principios rectores de la organización con los programas electorales de las izquierdas más demagógicas. Esto quiere decir que una importante parte de la humanidad no está representada; muchos estados miembros, no solo los EEUU, se sienten completamente desconectados e incluso alienados por la ONU.

Esta alienación es evidente en críticas de fuentes como el Heritage Foundation, que describió la ONU como «plagada de sesgo ideológico anti-occidental y woke». El CFR nota que «muchos estados, incluyendo potencias emergentes, se sienten desconectados de una ONU dominada por agendas ideológicas progresistas». Esta desconexión se agrava en el caso de la Comisión de Derechos Humanos, donde se ha permitido que regímenes brutales operen con impunidad y total comodidad. Human Rights Watch critica la «hipocresía» de incluir en el foro que debería velar por los derechos humanos a implacables dictaduras.

Desconexión con la realidad

La desconexión de la ONU con la realidad de un mundo tan peligroso va mucho más allá; es una especie de mundo onírico que ha creado y que poco o nada tiene que ver con la realidad. La ONU es lo que los estados miembros le permiten ser y, con tantos corsés y obstáculos, ha acabado siendo un foro de encuentro anual. Los líderes mundiales aprovechan la semana de la Asamblea General para lanzar sus mensajes ad extra y ad intra. De hecho, para algunos líderes de países poco relevantes es la única tribuna de importancia global a la que tienen acceso.

Es también la ocasión para encuentros bilaterales que, además de poder concentrarse en pocos días, son más discretos, rápidos y casi siempre mucho más productivos que las reuniones multilaterales. La inadaptación de la ONU a la realidad del siglo XXI la admite el propio secretario general, António Guterres, que ha admitido que el sistema actual «no está preparado para los desafíos de un mundo multipolar y volátil».

Luces y sombras

No podemos olvidar a las agencias de la ONU que realizan labores extraordinarias, generosas y heroicas. UNICEF, el Programa Mundial de Alimentos o ACNUR merecen aplauso, apoyo y admiración. Por otra parte, existe un mundo intrincado, autocomplaciente y siempre dispuesto a dar lecciones: el circuito de rapporteurs (relatores especiales, que en algunos casos podrían llamarse más bien «cuentistas especiales»). Este circuito de expertos supuestamente independientes tiene resultados manifiestamente mejorables por ponerlo suavemente.

A lo largo de mi carrera me he topado con muchos de ellos, y lo más amable que se puede decir de los que opinaban sobre la lucha democrática de España contra el terrorismo de ETA es que lo hacían con una dolosa y malintencionada ignorancia, retorciendo la realidad y haciendo mucho daño a la legitimidad del Estado de derecho. Eso no lo puedo ni podré olvidar.De hecho, el Parlamento Europeo se hizo eco de ello, emitiendo una firme condena en 2005 al incalificable informe del relator sobre este asunto. Lamentablemente, esto no es una excepción en el disparatado, y no pocas veces siniestro, mundo de los rapporteurs. Se repite con grupos como Hamás y Hezbolá, donde relatores (que podríamos en verdad llamar «cuentistas» y no relatores) han emitido informes «malintencionados» que ignoran la bestialidad del terrorismo, según análisis de un periódico nada sospechoso de ser un altavoz MAGA, The Washington Post.

Conclusión

La ONU necesita una profunda reforma y no solo un lavado de cara. Pero cuanto más ambiciosa sea la propuesta, mayor será la oposición de los estados más importantes y los obstáculos en el camino, no solo por la reticencia de los 5 grandes a ampliar el Consejo de Seguridad. Habrá, igualmente, una feroz resistencia activa y pasiva nacida del propio sistema de Naciones Unidas y de sus más altos cuadros y funcionarios. No abogamos por su desaparición.

Si no existiera, tendríamos que volver a crearla, aunque fuese con las mismas debilidades e ineficacia. No obstante, no podemos renunciar a la imprescindible y urgente reforma, casi diría reconstrucción total, para que la Organización conecte por fin con la realidad de este mundo inestable. Se deben diseñar mecanismos sólidos y eficaces para la resolución de conflictos y para sancionar a los regímenes criminales o que apoyan el terrorismo.

La actual estructura da cobertura a estados que apoyan descaradamente a mafias traficantes de droga o a organizaciones terroristas. La presencia en la Comisión de Derechos Humanos de países con regímenes brutales es tan insultante como la presidencia de la comisión de derechos humanos del parlamento vasco por parte del sanguinario terrorista Josu Ternera.

Estas son las líneas rojas que no se deben trasgredir. La ONU no solo lo permite; en demasiados casos, simplemente las borra. Y esto es exactamente lo contrario de lo que el mundo necesita en el siglo XXI.