Cuarentena

La mujer más guapa del mundo

Salir a trabajar fuera me convirtió el otro día en la mujer más guapa de la ciudad, qué digo de la ciudad, del mundo y de la historia, y la más feliz.

La mujer más guapa del mundo.
La mujer más guapa del mundo.agenciasla columna de carla de la lá

Yo ya veo a todo el mundo medio desconfinado, por eso, este martes decidí salir a la vida “normal” por unas horas, aunque la sensación de normalidad me duró dos o tres días y, como diría El Principito, empezó antes de salir de casa. ¿Recuerdan? “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a partir de las tres empezaré a ser feliz”

Se trataba de una sesión de fotos en las instalaciones de unos clientes en el Barrio de Salamanca y puesto que la estética es la fuente de información más evidente y la herramienta de comunicación más inequívoca de la que disponemos en este mundo, la noche antes elegí el perfecto estilismo (el perfecto estilismo nunca es demasiado perfecto).

Cierto es que confinada me visto y me maquillo a diario, incluso más que en la vida “real”, mucho más, pues en la intimidad de mi casa, a salvo del descrédito, ensayo tendencias con las niñas y Pinterest, ese gran diccionario del confinamiento (les dejo mi perfil por si quieren conocer las últimas técnicas de sombreado, adiestrar a su perro, o preparar unos gofres con sirope, sin hidratos ).

Lo verdaderamente diferencial del día que salí no fue la manera divertida y absurda en que me maquillé, ni la ropa sofisticada y fresca que vestí; aunque por primera vez desde hace un mes y pico me puse pendientes y tacones, el factor novedoso les diría que fue de carácter espiritual. Algo estaba flamando dentro de mi ser, amigos, después de tantos días sin hablar cara a cara con ningún conocido que no fuera mi marido, mis hijos, mis perros o mi escoba.

Salí de casa con la decidida intención de ir y volver a pie disfrutando de esta primavera que dicen los cursis que nos han quitado. Si llevas más de un mes confinada el autobús es para pobres de espíritu y el taxi (en este momento) para ricos y pobres de espíritu. Me puse mis gafas de sol, los auriculares y me arrojé a las calles flotando. Confieso que algo desconcertada por la novedad de salir a trabajar y la costumbre del confinamiento, pensé en llevarme el delantal y una cazuela por si tenía que preparar la comida en algún momento de la sesión.

Crucé el puente de Juan Bravo respirando y caminando neuróticamente, no sé, como una turista solitaria vegetariana y yogui; la temperatura insuperable, pero no tanto como yo misma porque el inusitado excarcelamiento me estaba convirtiendo, a cada paso, en la mujer más guapa de la ciudad, qué digo de la ciudad, del mundo y de la historia, y la más feliz.

Miro a ambos lados de la Castellana, me quito las gafas oscuras y me vuelvo hacia el sol, ansiosa de luz, hasta sentir escozor en ambos globos oculares.

Al llegar a Serrano, camino junto a las furgonetas de carga y descarga que bregan junto a las aceras, todas mis amigas; repaso una por una las boutiques de moda, antes refulgentes, arrogantes, ahora polvorientas, oscuras, desatendidas.

Frente al escaparate de Gucci, la rama de un árbol tirada en el suelo me parece tan bella que estoy por llevarla conmigo a la reunión.

En la Plaza de Colón me atraen el ruido de los cortacésped manejados por los jardineros embozados y el olor a hierbas provenzales que salpican el aire despedidas de las maquinas. Pienso en esta primavera loca que se va por el desagüe mientras levanto la vista a la bandera de España descomunal que ahí sigue, en la calle, como trabajadora esencial.

Vestidos cabizbajos de entretiempo de Prada y otras tiendas taciturnas que nadie lucirá. ¿Será verdad que nos han birlado una estación? A mí que me han robado de todo y lo que no me han robado lo he sabido perder.

Doblo a la altura de Jorge Juan y repaso uno por uno los restaurantes, locales y terrazas donde tantas veces me he recreado; he vivido en distintos puntos del barrio 20 años, toda mi vida adulta (y tengo una memoria apoteósica, terrible, de “Funes el memorioso” y no puedo olvidar nada) y pienso en todas las veces que volveré en un futuro incierto si se acaba este paréntesis paranormal…

Salí del shooting dispuesta a regresar paseando, encontré abierta mi cafetería favorita (porque venden pan) y entré a pedir mi café favorito.

El dueño, un viejo amigo de tanto verme me regala sus pesares de autónomo (similares a los míos) y un delicioso croissant que disfruto desandando mis pasos hacia casa. Me encanta comer por la calle, como a mi amiga Olaia, aunque este es un tic muy de poli-madre.

Para entonces ya me duelen los tacones y ese dolor me ofrece plena consciencia y me espabila de la anestesia emocional que produce la reclusión pandémica.

Avanzo frente a varias hermosas floristerías cerradas y reparo en todos los floristas y los productores de flores de todas clases en los campos, quemando flores, tirando flores a las carreteras, masticando flores, escribiendo El Quijote con flores, alicatando sus casas con flores multicolores y pidiendo el subsidio por cese de actividad de Rajoy.

El carrusel del Corte de Serrano, tapado con una red que inmovilizaba sus preciosos caballitos, rosa y azul bebé, tan Chernóbil… y el puente de Juan Bravo esta vez me trae un agradable olor desconocido en Madrid, quizá por la descontaminación. Me paro en el centro y siento que se mueve como el lomo de un elefante ciclópeo para llevarme a mi casa.

Antes de entrar en mi portal, advierto que los hombres me miran, soy la única mujer en la calle, y la única, seguro, sin mascarilla, ni guantes, caminando larga y plácidamente. La más guapa.