España

El folletín español

Carroza «Por la diversidad» de la cabalgata de Reyes que desfiló en el barrio madrileño de Vallecas
Carroza «Por la diversidad» de la cabalgata de Reyes que desfiló en el barrio madrileño de Vallecaslarazon

De las cabalgatas con «drags» a los amoríos de María Lapiedra, el año comienza con aires de culebrón y la constatación de que España es diferente

La inocencia transformada en polémica, lo que hay que ver. Qué cabalgatas más controvertidas, liadas e interesadas. Lo que siempre fue delicia y disfrute infantil ya supone lucha partidista y hasta prima cierta indignación por la pretendida carroza de transexuales. Modernos para muchas cosas, pero sosteniendo la intransigencia y cerrazón seculares. España es diferente, no cambiaremos con esta mente a lo Felipe II. Por eso no quiero comentar lo tan debatido en el desfile vallecano, donde afortunadamente la sangre, ni la trasgresión, llegó al río. Quedó en refriega vecinal. Más acertados estuvieron mis paisanos coruñeses, que al organizar su Belén en los alambicados bajos del imponente Ayuntamiento, que tiene una arquitectura nada «enxebre» –tampoco es que yo pretenda una cabaña rústica por más apropiado que fuese–, a la hora de elegir figuras para el pesebre echaron mano del censo de ilustres locales: desde la esforzada María Pita, que se la jugó enfrentándose a la invasión inglesa, a nada menos que Pablo Picasso, exhumado para recordar que en la capital herculina recibió con 8 añitos, y hasta los 11, sus primeras clases de pintura. Fue en el amazacotado Instituto Da Guarda, que el paisaje del Atlántico no aligera de su pesadez arquitectónica. Los padres del que sería genio irrepetible fueron trasladados a la ciudad donde nadie es forastero, slogan setentero hoy en desuso pese a lo acertado para retratar a mi gente.

También están Mauro Silva, centrocampista brasileño que junto a Bebeto y Fran lideró el llamado Súperdepor, de pastorcillo con oveja, y el impagable Paco Vázquez, como alcalde reciente mejorador de lo que ya había. Y también la impagable María Casares, que llegó a primerísima de la entonces aún más difícil «Comédie-Française». Fue tras exiliarse su padre, Santiago Casares Quiroga, a quien mi abuela Manuela siempre llamó Santiaguiño. Recuerdo verla llorar cuando exiliado murió en París. Eran íntimos y compartían su reconocido republicanismo en lugar muy abonado para ello. A María Casares la vi en Francia representar la mejor «Celestina» que recuerdo. Y vi, entre otras, las de Irene López Heredia, la de Gutiérrez Caba, María Jesús Valdés o Nati Mistral. Con la democracia, Casares –que hablaba español con fuerte acento gallego– reapareció en España con una comedia de Alberti que no tuvo ningún éxito. Más bien lo llamaría fracaso.

Y después de este «naif» repaso belenista y reconocedor, me detengo en lo último del romance televisivo que conlleva hasta cuernos bien asumidos. María Lapiedra es la causa del escándalo, que como los buenos culebrones descubre sus incidencias en «Sálvame» con dos familias deshechas después de que la rubia indecisa rompiera su matrimonio para irse con Gustavo González, transformado en inesperado protagonista de un culebrón como los que siempre persiguió cámara en mano, dando testimonio gráfico de la situación. La horca en casa del ahogado.

Me cuentan que la guapa moza, tan asediada, presiona, aprieta y fuerza sin soltar a ninguno de los amadores. Me recuerda a los amoríos sufridores que pergeñaban Corín Tellado o María Teresa Sesé, en tiempos reinas y señoras de las novelitas rosas. Costaban cinco pesetas y duraban años a fuerza de intercambiarlas. Existían librerías especializadas en el género. Las muy acreditadas y con portada «art-decó» multicolor de Pueyo eran de mi tío Alejandro, que en nuestra librería herculina de la calle Real formaba tertulia diaria con Fernández Flórez y Camilo José Cela, que allí realizó con escasa venta su primera exposición pictórica cuando todavía no soñaba con el Nobel. Habría que recobrar aquellos lienzos para incorporarlos a su museo padronés. Él mismo me lo contó.

Pese a su elevado tono deshacedor de uniones, las novelas rosas eran consentidas por el Gobierno. No ponía trabas a esa exaltada infidelidad llevada semanalmente a las letras sin la enjundia, el mensaje reparador y la hondura de los grandes títulos del género que fue aleccionador para varias generaciones. Otra contradicción, España es diferente.