Moda

La famosa que perdió la vida por un foulard: el ‘fashion crime’ que conmocionó al mundo

Un pañuelo rojo, un descapotable y una noche en Niza: así se selló el mito trágico de Isadora Duncan

La famosa que perdió la vida por un foulard: el ‘fashion crime’ que conmocionó al mundo
La famosa que perdió la vida por un foulard: el ‘fashion crime’ que conmocionó al mundoInstagram @lewissmag

Aquella tarde de septiembre de 1927, Niza vivía su rutina ligera: música, paseantes, coches pequeños y elegantes bordeando el Paseo de los Ingleses. A eso de las diez, un coche se detuvo ante uno de los edificios del bulevar. Subió a él una mujer de cincuenta años, envuelta en rojo de la cabeza a los pies, con un larguísimo foulard de seda del mismo tono enroscado al cuello y ondulando como una estela. Era Isadora Duncan, la misma que décadas antes cambió para siempre la danza. Rechazó el ballet clásico de tutús y puntas -que consideraba rígido- y propuso otra cosa: bailar descalza, con túnicas sueltas y movimientos libres y naturales, inspirados en el arte de la Grecia antigua y en pinturas como La Primavera de Botticelli.

El conductor era Benoît Falchetto, un joven empleado de garaje que soñaba con cerrar una venta y que esa noche se ofreció a llevar a la estrella hasta su hotel. Duncan se despidió con teatralidad de sus amigos -"¡Hasta luego, me voy al amor!"- y el coche arrancó. Recorrió apenas unos metros. Los gritos de los viandantes obligaron a frenar: el foulard se había enredado en los radios de la rueda trasera, tensando el cuello de la bailarina hasta estrangularla y arrojándola a la calzada. Murió casi en el acto.

Una vida de revoluciones, escándalos y pérdidas

Antes de convertirse en mito, Isadora ya era revolución en movimiento. Nacida en San Francisco en 1877, pasó de la comodidad burguesa al apuro económico cuando su padre, banquero, fue encarcelado por fraude. Se fogueó dando clases y bailando donde se podía, pero su idea del arte era otra: libertad del cuerpo, respiración natural, música clásica sin tutú. Tomó prestados gestos de las ménades y miradas del Primer Renacimiento para construir un lenguaje propio. Fundó escuelas, y sus alumnas adoptaron el apellido como declaración de herencia.

Su escena fue también el escándalo. Subía al escenario con túnicas mínimas, descalza, libres las piernas e, incluso, el pecho en alguna ocasión. Fue dos veces madre soltera; se casó con el poeta ruso Serguéi Yesenin y lo dejó al poco por celos, alcohol y violencia. Se pronunció a favor de la Revolución y después se desengañó desde dentro. Tuvo amantes de ambos sexos y vivió como pensó: sin pedir permiso. Su biografía, además, acumula golpes de destino con un inquietante hilo común: su padre pereció en un naufragio; Yesenin se suicidó colgándose con una correa; sus dos hijos murieron ahogados cuando el coche en que viajaban cayó al Sena. Para muchos historiadores, es la madre de la danza contemporánea o, como mínimo, su gran detonante.

El accidente que se volvió símbolo (y diagnóstico)

El final de Isadora se instaló pronto en el imaginario. En la categoría de muertes de carretera, comparte podio con James Dean, Jayne Mansfield o Grace Kelly, pero su caso tuvo algo que los demás no: una pieza de vestuario como agente del destino. La historia fue tan repetida que hasta la medicina le puso nombre al patrón: “síndrome de Isadora Duncan”, usado para referirse a estrangulaciones accidentales.

La moda siempre ha coqueteado con lo absurdo y lo excesivo. Lo que hoy escandaliza, no compite con la lógica extravagancia de las pelucas del XVIII o los corsés que desmayaban a las damas del XIX. Tampoco con tragedias de otro orden: en 1863, más de 2.000 personas murieron en una iglesia de Santiago de Chile cuando las amplias crinolinas dificultaron la evacuación en un incendio. Frente a ese catálogo, lo de Isadora fue un accidente tan improbable como perfecto para el mito: una estrella que hizo del pañuelo un gesto de estilo y que terminó atrapada por su propia estela.

Aunque hoy muchos no sepan describir con exactitud la aportación técnica de Duncan, casi todos reconocen la escena del foulard. Esa persistencia revela su poder simbólico. Su muerte se lee como una vanitas moderna: belleza, deseo y velocidad pueden enredarse -literalmente- hasta cortar la respiración. También como un recordatorio de la condición caprichosa del estilo: lo que nos envuelve y embellece puede volverse contra nosotros si la realidad -una rueda que gira, un radio que atrapa- decide imponerse.

Isadora Duncan quiso que el cuerpo respirara fuera de corsé, que la danza mirara hacia la antigüedad y hacia la naturaleza, que la libertad fuese una coreografía posible. Por eso resulta tan brutal que el último compás de su vida lo marcara una tela. Tal vez por eso su final sigue entre los más citados: porque condensa los extremos que la definieron -genio y exceso, belleza y riesgo- y porque sigue funcionando como metáfora de algo que repetimos en cada década: la moda puede ser bella, pero no siempre segura.