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Los libros de la semana: del «Castigo» de Von Schirach al «Dylan negro»

Humphrey Bogart y Gloria Grahame en «En un lugar solitario» (1950)
Humphrey Bogart y Gloria Grahame en «En un lugar solitario» (1950)larazonLa Razón

Sentados en el banquillo

El escrito Ferdinand von Schirach (Múnich, 1964) completa con «Castigo» la trilogía de libros de relatos formada por «Crímenes» y «Culpa». En esta nueva entrega reúne doce casos de su trayectoria personal como abogado penalista y vuelve a demostrar su buen pulso narrativo y el sagaz conocimiento del comportamiento humano que le brinda el ejercicio de su profesión.
La galería de personajes que transitan estas páginas son de variado sexo, origen y condición. Todos se enfrentan a la justicia por un delito y en todos los casos nos encontramos con un final sorprendente que la habilidad de Von Schirach se encarga de elaborar con tanta astucia que es fácil imaginar cómo disfrutará escribiendo esos incisivos y sorprendentes remates que, a menudo, durante su lectura, dejan al lector boquiabierto.
Con un lenguaje expositivo directo y claro, este abogado y escritor va exponiendo los hechos al tiempo que desgrana diferentes perfiles psicológicos y muestra cómo el pasado, el entorno o el destino pueden exponer a los individuos frente a una situación que en multitud de ocasiones les lleva a cruzar la línea, mucho más frágil de lo que pensamos, que les/nos separa del delito.
En el primer relato, titulado «La escabina», encontramos ya esa cercanía humana tan característica en una magistrada que afirma no ser la persona que quiere ser y siente la presencia de la figura paterna como una continua «radiación de fondo». También es abogado el protagonista de «El lado equivocado», que muestra la caída en desgracia de un abogado defensor y el conflicto en que le sitúan las circunstancias. En este cuento nos topamos con una frase que define a la perfección la complejidad de la justicia: «Todos los indicios podían interpretarse de otro modo». Eso también es lo que ocurre en «El buzo», donde una mujer es acusada de asesinar a su marido, un obseso sexual aficionado a rituales peligrosos, y que ofrece uno de los mejores finales de este conjunto de historias. A veces la aplicación de la justicia es paradójicamente injusta y lo vemos en «Subotnik», donde una abogada debe defender a un mafioso que se dedicada a la trata de mujeres que proceden de su mismo país.
El humor se muestra, además, en su vertiente más cruelmente irónica, como en el caso del hombre que se compra una muñeca sexual cuando le abandona su mujer, o el acomplejado por su baja estatura que comete una «gran falta» pero es juzgado por un «delito menor», y qué decir de ese marido que resbala mortalmente con las perlas del collar de su amante. Tampoco faltan las perturbaciones mentales, como la del protagonista del entrañable y bellísimo relato «La casa del lago». Un libro para disfrutar del maestro de las vueltas de tuerca en las últimas líneas del relato, de un escritor que sabe ser poético y tan sumamente inteligente como entretenido.
Sagrario Fernández-Prieto

El origen del asesino en serie

Gatopardo recupera esta novela, no disponible desde su publicación en 1947, que también se convirtió en un clásico del séptimo arte (te título), protagonizado por Humphrey Bogart y Gloria Grahame. Aunque no es la primera historia sobre un asesino en serie, sí es cierto que creó un esquema y sentó un precedente que inspiró a decenas de escritores anticipándose, incluso, a «The Killer Inside Me», de Jim Thompson (1952), en tanto que la autora dirige su mirada hacia el interior solo para que estemos pendientes del exterior y lograr sorprendernos. Pero Hughes tiene en la cabeza un interés mayor: la naturaleza de los delitos sexuales y el complicado entorno que podría empujar al criminal. Si buscásemos un libro que tratara sobre los problemas de género y la paranoia sexual generada en la América de después de la Segunda Guerra Mundial, no podríamos encontrar una obra más acertada.
La autora señala su intención nombrando a su protagonista con un guiño: Dix Steele. Sirvió como piloto de combate, la más glamurosa de las ocupaciones militares. Pero terminada la contienda, no tiene rumbo en Los Ángeles. No vive mal gracias a los fondos familiares, pero sus días de gloria han concluido y necesita hacer algo que le devuelva la adrenalina de sus «vuelos salvajes». Satisfará su hueco vital a través de chicas jóvenes que esperan el autobús o transitan por las calles oscuras. De forma paralela, conoceremos a dos mujeres inteligentes: Laurel, la bella vecina de la que él imagina que está enamorado, y Sylvia, la esposa de su amigo de las Fuerzas Aéreas, ahora policía de la ciudad que va tras la pista de un estrangulador de mujeres... Es importante mencionar el contexto cultural para comprender este «noir» porque estamos ante una época de realineamiento de género. Observamos un análisis inteligente del protagonista, así como el pánico sexual de la posguerra: el regreso de los soldados a una América cambiada. Atrás quedaron las oportunidades económicas, la gloria y la inocencia de la juventud. Pero lo que más han cambiado son sus mujeres. Alejadas de la cocina, caminan hacia el mundo laboral y los regresados se preguntan: «¿Qué habían estado haciendo mientras ellos no estaban?», «¿a quién habían dejado entrar en sus habitaciones?».
El resultado social fue devastador; el literario nutrió una oscura corriente de libros y películas que muestran a hombres frente a un mundo sobre el que no tienen control. Un libro de una eficacia estilística casi despiadada. No se pierdan ni el texto ni la película... Por ese orden.
Ángeles López

La bacanal de las mil y dos noches

La confusión de los géneros está produciendo las novelas mestizas más originales del panorama editorial internacional. Se singularizan por combinar, con un trasfondo de novela policiaca, retazos de un relato histórico sui géneris, al estilo de la literatura decadente de La Belle Époque. Todo casa de aquella manera, pero adquiere cierto encanto si se lee con indulgencia y la distancia justa. Carole Geneix ha utilizado una recargada prosa para reflejar la decadencia y hedonismo de la segunda década de 1900 con una orfebrería literaria tan barroca y manierista como la moda recargada de los trajes de Poiret, matizada por la ligereza del cristal Lalique, la suntuosidad del art déco de Erté y el «fauvismo» de Dufy. Entre el reflejo histórico teatralizado y la rechifla.
En su primera parte, todo es decorativo y ornamental, incluida la manifestación melodramática de los sentimientos de los personajes, una mezcla de «parvenues» de la nueva aristocracia que pululaban alrededor del príncipe de la moda Paul Poiret: una condesa rusa, su amante y secretario, de una belleza enfermiza, su hijo arribista y una pléyade disfrazada con atuendos orientales muy del gusto de los ballets rusos de Diáguilev, que revolucionó la danza con su adaptación de «Scheherazade» con Nijinsky y la Pávlova. Las odaliscas de la gran bacanal del modisto en París, enjauladas y desganadas, lucen la silueta Poiret: «Una mezcla de largura egipcia, languidez romana y delgadez infantil». Y en la escena de amor se desata la imaginería colorista: «La rodeó con sus brazos... las telas de sus ropas se extendieron a sus pies como un charco de agua creciendo bajo el peso de su deseo». Pura orfebrería art nouveau puesta de moda por Erté, que diseñaba telas para Poiret.
Pese a esta prosa sofocante, en exceso prolija, queda bien definida la intención de la autora: enganchar al lector más proclive al engatusamiento retórico hasta llevarlo a la segunda parte, en la que desaparece el preciosismo una vez presentados los personajes, que se turnarán como sospechosos del crimen de la princesa rusa, muerta en la mansión de Paul Poiret durante aquella mítica bacanal en la que presentó su nuevo perfume. Lo que parecía una novela policiaca de espacio cerrado pronto pasa a ser un relato convencional de búsqueda del asesino, con una policía más caricaturizada que los aristócratas de esa Belle Époque núcleo de esta novela histórica de intriga.
Al final, «Las mil y dos noches» se convierte en una obra de persecuciones. Hasta llegar a Cherburgo, donde uno de los personajes huye en el «Titanic». La tercera parte, más breve y concisa, remata con gracia una historia bastante desigual, pero dotada de una prosa elegante como un dibujo decadente de Berthsley. Pese a la engañosa artificiosidad de la prosa, la novela se lee con interés, aunque sea un remedo de relato policíaco inserto en una historia de la Belle Époque repleta de ecos históricos, cinematográficos y literarios. Lo mejor, la sorpresa final.
Lluìs Fernández

Cuando la pantera negra coge el micro

Seguramente muchos no le conozcan, pero el mundo habría sido otro sin Gil Scott-Heron. Sería fácil quedarnos en aquello del «Dylan negro», que él detestaba, pero nos sirve para describir su importancia en la cultura afroamericana de los 70 y 80 y ahorrar espacio en esta breve reseña. Escritor, activista, poeta, y sobre todo músico, la vida del autor de «The Revolution Will Not Be Televised» fue intensa y talentosa en cada proyecto en que se embarcó.
En esta especie de memorias (llenas de reflexiones, aforismos y poemas pero que quedaron sin terminar en vida), Scott-Heron escribe la crónica de unos tiempos decisivos para los derechos civiles, la pervivencia y el desarrollo de la cultura negra y que, además, responden a algunas de las preguntas que se hacen quienes quieren entender qué pasa hoy en Estados Unidos. De aquellos polvos, estos lodos.
La infancia del artista no fue fácil, ya que su padre, de origen jamaicano y aficionado a lo que llamamos fútbol fuera de Estados Unidos, fue fichado por el Celtic de Glasgow. Gil se crió primero en Jackson (Tenessee), pero pronto se marcha con su madre al Bronx de Nueva York, algo así como el Macondo de la cultura afroamericana. Allí, lejos de abandonarse a las dificultades, sorprende a sus profesores con constancia e inteligencia hasta que consiguió el ingreso en una escuela prestigiosa donde era uno de los únicos cinco estudiantes negros. Ahí desarrolló una conciencia de clase y cultura que nunca le abandonó, ni en su faceta de escritor ni como agitador cultural. Su vida, contada en este libro de forma indisciplinada, le lleva a tomar partido en todos los escenarios. Conoce a Miles Davis, Stevie Wonder, Clive Davis, y presencia las revueltas estudiantiles y la represión de los movimientos civiles incluso pacíficos. A todo eso le puso música, pero sobre todo voz. Y palabras, miles de palabras en torrente poético, ya que las canciones de Scott-Heron hablan del control mental ejercido por los medios de comunicación, de la hipocresía y de la realidad social haciendo uso de un recitado («spoken word») que para muchos antecede al hip-hop.
El libro se abre con un poema, «Dr. King», en el que reflexiona sobre la violencia, la religión y la opresión racial. Sus discos con el sello Flying Dutchman quedan para la historia (el prólogo de Jesús Bombín ofrece una lista de reproducción) y poseen una sensibilidad entre el jazz y el soul propia de un genio. Sin embargo, también conoció el crack y la cocaína, la cárcel y el sida, antes de que la muerte le alcanzase en 2011.
Ulises Fuente