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Julio Valdeón: «Algunas columnas me han costado varias amistades»

El corresponsal y columnista de LA RAZÓN recopila en un libro los textos en los que ha reflexionado sobre el juicio del «procés» en este periódico

Julio Valdeón durante la presentación de su nuevo libro
Julio Valdeón durante la presentación de su nuevo librolarazonCatalina O. Salas

Cuando Julio Valdeón comenzó a escribir en LA RAZÓN lo hacía sobre las «Hogueras de Manhattan», que se llamaba su columna veraniega; y, por entonces, ni se imaginaba que años después tendría que hablar de otro tipo de fogatas: las catalanas. De ello, del «procés» y todo su ecosistema, ha reflexionado el castellano en estas páginas desde que empezó el juicio. Unos textos que ahora recopila en «Separatistas ante los ropones» (Deusto), un libro inspirado por su «maestro», dice de Raúl del Pozo, y que ya ha sufrido el boicot (censura) en Cataluña; y unas páginas donde Peter Griffin («Padre de familia») tiene la primera palabra: «Ahora va a ser un delito saltarse la ley».

–Llamativa esta aparición...

–Sí, porque frente a las trolas se imponía recordar que uno puede disentir de las leyes, pero no puede saltárselas, que es lo mismo que dijo Kennedy en 1962 cuando Mississippi amenazaba con no permitir que James Meredith [un joven negro] pudiera estudiar en la universidad estatal. Meredith era negro, Mississippi la quintaesencia del racismo y JFK explicó que Brown v. Board of Education, la sentencia del Supremo de 1954, había declarado inconstitucional la segregación en los centros de educación.

–Dice que la distancia le libra del «bozal ideológico», ¿qué le aporta ver todo desde la Gran Manzana?

–Me aporta la libertad de escribir sin el miedo al qué dirán. Ladran, pero sus gañidos llegan muy amortiguados a las estupendas librerías de Brooklyn y las fabulosas coctelerías de Manhattan. Lo mío, comparado con la pelea diaria en Tractoria, es pan comido. Es cierto que los primeros días, no ya con el juicio sino antes, cuando el intento de golpe de Estado de 2017, algunas columnas me costaron varias amistades. Pero eran amigos abrazados a presupuestos tan poco fiables como el de que «no puedes hablar de esto porque no vives aquí», en Cataluña. No tiene otro recorrido que el de constatar que aquellos a los que tomabas por gente cabal eran unos imbéciles. En cualquier caso ya digo que escribir desde Nueva York, y publicar en Madrid, resulta mucho más desahogado que hacerlo desde el epicentro de la carlistada mientras intentas que te publiquen en uno de esos panfletos norcoreanos.

–¿Daría el «procés» para un buen musical en Broadway?

–Quizá, pero tendría que dirigirlo un heredero de Mel Brooks. Algo muy kitsch pero al mismo tiempo con una pátina externa hiriente, de supuesta modernidad y buen gusto. Ideas y personajes reaccionarios, y al mismo tiempo vestidos con ropa cool y gafas de colores.

–¿Por qué ha habido tanto miedo a sentarse a hablar, a hacerse la foto?

–En cuarenta años de democracia no hemos hecho otra cosa que hablar y, sobre todo, ceder parcelas de autogobierno, el 33% de la recaudación del IRPF, la inmersión lingüística, el IVA, los Mossos, los impuestos especiales, una televisión y una radio públicas con unos presupuestos multimillonarios... Pero un tema es nuestro derecho al diálogo y otro nuestro derecho al chantaje. Porque hay cosas de las que sencillamente no puede hablarse. Recortar los derechos de una parte de la ciudadanía, o estimar que unos cuantos pueden decidir sobre el futuro de todos, no puede ser.

–Pero eso no lo puede solucionar una sentencia judicial, hablamos de un problema político...

–Muy de acuerdo. No puede remediar que millones de personas voten a unas formaciones políticas supremacistas, pero sí condenar a penas de cárcel a un puñado de delincuentes. ¿Acaso remedió la sentencia del juicio del 23-F la nostalgia criptofascista de algunos? Pues ni idea. Pero tampoco importa. Las sentencias no están para curar a los dinosaurios de sus locas teorías.

–¿Ve viable la opción del referéndum?

–Tal y como lo plantean los políticos sediciosos, es anticonstitucional, y por volver a Kennedy: «Nuestra nación se basa en el principio de que la observancia de la ley es condición imprescindible para proteger la libertad, y que el desafío de la ley es el camino más seguro hacia la tiranía». Y, por favor, que nadie mencione otra vez a Rosa Parks, que es agotador rebatir tonterías.

–¿Zanjaría el debate en caso de ganar el «no» a la independencia?

–No, porque el nacionalismo vive de plantear problemas, y apuesta todo a retroalimentarse. El nacionalismo vive enfrentado con la modernidad política. Su programa pasa por segregar, y la mera posibilidad del referéndum legitima la idea, obscena, de que unos ciudadanos, por el hecho de compartir unas características reales o inventadas, pueden limitar los derechos de otros ciudadanos y, en última instancia, decidir lo que les pete sobre lo que es de todos. Como explica con su habitual precisión láser mi querido Alejandro Molina, abogado, columnista maravilloso y autor del fantástico epílogo que cierra el libro, al final «el referéndum es inaceptable porque supone aceptar un cambio en el sujeto de la soberanía política». Una vez lo convocas da igual el resultado. La clave es que aceptas que el sujeto de la soberanía política es otro distinto del pueblo español en su conjunto. Y entonces, claro, «ya has perdido la guerra» y será «cuestión de tiempo que ese nuevo sujeto de la soberanía se lo pueda volver a replantear». Por eso Escocia lo hace: fue reconocida como sujeto de la soberanía política de su destino como nación al margen del resto de UK.

–Entre protesta y protesta, el tiempo pasa y Cataluña va perdiendo peso en la economía española, ¿quién gana con todo esto?

–Los nacionalistas, que vitaminan sus propuestas, eternamente enganchados al goteo del victimismo mafioso, pasivos-agresivos de manual. ¿Cataluña pierde recursos? Bah, la gran burguesía catalana, que tanto apoyó al nacionalismo, no ha visto mermados sus beneficios. Mientras se garantizara el mercado interior, las cuotas de negocio en España y Europa, la permanencia en el euro y etc., a los empresarios de Cataluña, a muchos de ellos al menos, y lo digo con tremendo pesar, la situación de nuestra democracia, la amenaza existencial contra el 78 y la Constitución, les ha importado un bledo.

–¿De verdad se creen la independencia como una opción?

–No lo sé. Supongo que les basta con mantener la tenaza, la apuesta a medio y largo plazo, y, entre tanto, mientras lesionan más y más al Estado, seguir a lo suyo, a controlar los presupuestos regionales y garantizar un «status quo» que tiene mucho de sistema de castas, con los catalanes de toda la vida bien arriba y los charnegos listos para servirles y, uh, integrarse. Y entre medias los bufones de Podemos y los cínicos del PSC, venga a hacer cabriolas delante del faraón para que les permita sentarse a la mesa... Tristemente para ellos, el príncipe paga sus agresiones contra la clase trabajadora castellano hablante con el desprecio siempre debido al aspirante sin limpieza de sangre...

–En el prólogo, Félix Ovejero define la sociedad catalana como «enferma», ¿coincide con él?

–Enferma, por supuesto. De todos los males que hicieron del XX un siglo infame, de dos guerras mundiales y fosas masivas. Enferma de xenofobia y de desprecio radical a los delicados equilibrios que garantizan la supervivencia de las democracias representativas, enferma de decisionismo y otras basuras ideológicas. Enferma, sin duda, y con un pronóstico cada día más reservado.

–Con este libro sufrió la censura/boicot catalán... ¿Hay miedo en Cataluña?

–Miedo a que te entierren en vida, a que te marquen con el herraje de caín, a que señalen a tus hijos en el colegio, a que los centros educativos te persigan por lo que enseñas o dejas de enseñar, a que los periódicos no te llamen nunca, a ser el raro, el otro, el maldito, el diferente, el monstruo, el que va contra la mancha humana y grita que el rey va desnudo. Pero el rey, queridos, va desnudo, y hay que denunciarlo. Frente al nacionalismo nadie o casi nadie excepto cuatro cuatro dignos ha dado la cara. El resto, como las vacas, a ver pasar el tren mientras rumian y callan.