Toros

Bilbao

Jesulín «on fire»

La Razón
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Aunque la batalla del lenguaje está perdida, porque el enemigo se ha arrogado la exclusividad de los buenos sentimientos, la tauromaquia vive una edad de oro sublimada por la creciente capacidad de penetración de sus estrellas en los medios. Los esencialistas, que son una especie de tristes especializados en cualquier cosa, ya se hacían cruces con la irrupción avasalladora de los hijos de El Cordobés y de Paquirri, sagaces compaginadores de la torería en el ruedo con la capacidad para, mediante el ruido, hacer caja fuera de él. Antes que ellos, un muchacho de la serranía gaditana inauguró la era la mercadotecnia en la fiesta: «¡Jesulín de Ubrique, el torero de los noventa!», tronaba la megafonía de los campos de fútbol cuando el niño Janeiro era apenas un becerrista. El cortijo ya se lo compró con el dinero de la alternativa y es verdad que aprovechó, mucho más allá de lo aconsejable por el buen gusto, su popularidad para forrarse de todas las formas posibles, lo que le granjeó una legión de detractores feroces, cegados e incapaces de reconocer la valía de un diestro al que un aficionado regularcete como este servidor ha visto torear con la hondura que requiere La Maestranza y pelearse en Bilbao, casi a puñetazos, con un Murteira de 620 kilos. También protagonizó mil y una charlotadas de espanto en plazas de cuarta, ni más ni menos que lo que le requería el respetable, que para eso paga. Un gran artista es aquél capaz de dominar múltiples registros. Los motivos de su reaparición en Cuenca quedan para él, pero ojalá no sea fugaz porque todo espectáculo pierde con la ausencia de las figuras. Todos somos contingentes y ni siquiera Jesulín es necesario, pero su presencia suma.