Sevilla

Ni Sissí, ni Klimt, ni Mozart. Simplemente Viena

Paseo sentimental por la capital austríaca, eterno corazón de Europa

A comienzos del siglo XXI Viena rezuma modernidad y belleza
A comienzos del siglo XXI Viena rezuma modernidad y bellezalarazon

Paseo sentimental por la capital austríaca, eterno corazón de Europa

A través de los cristales, el ruido de los tranvías se cuela hasta el fondo del bullicioso café. Ya hace un rato que ha amanecido en Viena y aunque es sábado la calle se presenta repleta, llena de vida, lista para estrenar el fin de semana. No estamos en uno de los tradicionales establecimientos que machaconamente repiten las guías turísticas para que los visitantes crean desayunar en las entrañas del Imperio. Nada de eso, el bar, en las cercanías del Ringstrasse, es atendido por una chica asiática que responde en un perfecto inglés. No hay rastro de Sissi, ni de Mozart ni de cualquiera de los tópicos con los que se llega en la cabeza a la capital austríaca. Hay mucho más, el hogar de los Habsburgo supera cualquier expectativa que se tenga previa y rompe los moldes de una tradición milenaria pero sin dejar de mirar y enorgullecerse de ser uno de los lugares fundamentales para entender el alma europea.

A comienzos del siglo XXI Viena rezuma modernidad bajo el mismo signo que hace un siglo los protagonistas de la Secesión renegaron del mundo burgués que les vio nacer, ese universo liberal que a su vez quiso buscar su espacio frente a la corte. En realidad, los vieneses se reinventan cada cierto tiempo, se quitan una capa para encontrar abrigo en otra opuesta, pero esa en su interior comparte la misma esencia que la anterior. ¿Contradicción, caos? No, belleza vienesa. Lo mejor para entender este galimatías es volver al Ringstrasse para liberar a esta suerte de matrioshka en la que caben desde los cuadros de Bruegel a la música de la familia Strauss pasando por una deliciosa velada en el bar Urania. Es decir, hay que conjurarse bajo el lema de Klimt y sus amigos (Moser, Kokoschka, Hoffmann, Otto Wagner y el arquitecto Olbrich): «A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad». Bajo ese signo se toma el camino que lleva hasta el Ayuntamiento (Rathaus), donde se puede tomar una cerveza fría durante la noche después de pasmarse ante la fastuosa arquitectura del Parlamento, el teatro o la Universidad. Edificios que llegaron a finales del siglo XIX para sintetizar lo que quería ser Austria en aquel cambio de tiempo que también refleja Stefan Zweig en «El mundo de ayer». Como Brasilia, todo el conjunto muestra la punta de lanza de la arquitectura y el espíritu del momento, la posición más radical, el ejemplo de cómo Viena se quitó el corsé ante la corte. Aquí están los burgueses, los ciudadanos, frente a los cortesanos. En suma, lo que hicieron fue rodearles, les sitiaron con un anillo formado por los lugares de esparcimiento, estudio y ejercicio. Los signos del nuevo poder emergente.

A lo lejos, se perfila la figura de María Teresa a medio camino del Hofbur, el complejo palaciego que durante siglos asistió a intrigas, derrotas, pasiones y revueltas. Un reinado tortuoso, lleno de intrigas y muertes, pero que también sirvió para entender el alma germánica que cruza el continente hasta desembocar en el Mar Negro. Mientras se baja hasta Bulgaria mentalmente, kilómetro a kilómetro, los pies ascienden hasta la escalera central del Museo de Historia del Arte (Kunsthistorisches Museum). Peldaño a peldaño, el asombro olvida el periodo teresiano, se abre la boca, se pierde la respiración. Como una granada abierta, el corazón del Imperio se desparrama en una colosal colección de arte que recorre miles de años de la humanidad.

A la salida, acongojados recorremos el corazón sentimental de los Habsburgo, que enlaza con la zona comercial donde se alza la catedral de San Esteban con sus techos de colores. Desde la terraza, la ciudad se aplana en una sucesión de techos y azoteas de colores que rompen espesuras boscosas a cada poco. Al fondo, la noria del Prater hace entornar los ojos para intentar ver en ella a los personajes de «El tercer hombre». Desolación, escasez, miedo y contrabando de penicilina en la ciudad ocupada con música de Anton Karas. Cuesta entender desde la altura, cómo en una Viena volcada con la vida y con el arte pudieron prenderse las ascuas de la destrucción casi cuarenta años antes del ascenso del nazismo. Bajo las suelas de los zapatos, los adoquines del barrio judío responden quejumbrosos ante el contraste que provoca pensar en tanta belleza y en el mal del ser humano tras pasar un rato antes por la Caja de Ahorros Postal, construida durante la alcaldía de Karl Lueger para contrarrestar el poder financiero de los judíos. Hitler lo calificó como «el alcalde alemán más grande de todos los tiempos». Un monumento cercano a la sinagoga recuerda a las víctimas que fueron enviadas a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Silencio y memoria, mientras las sombras se recortan por las blancas fachadas ¿Cómo pudo el huevo de la serpiente fecundarse aquí, en el tránsito de un siglo a otro? «El judaísmo prospera a nivel cultural y florece como no lo hizo en centenares de años. Tal vez sea la llamarada antes de la extinción. Tal vez no es más que un breve estallido en la erupción del odio mundial», escribió Zweig casi veinte años antes del comienzo de la II Guerra Mundial. Quizás todo sea más sencillo y como pensaba Wittgenstein el ser humano se enfrenta a una realidad como si fuera una isla rodeada de un mar imposible de conocer.

La animación se encuentra en algunos de los locales del MuseumsQuartier antes de entrar en el Leopold Museum, una joya de la arquitectura contemporánea que rinde homenaje a los artistas de la Secesión, aunque a priori se piense que Egon Schiele es el protagonista. Todo el arranque de la creación de comienzos del siglo XX se encuentra allí. Más Klimt, asombroso Klimt, pero también de Moser, Hoffmann y Kokoschka de nuevo. Al bajar a la Ringstrasse asoma la bóveda dorada del pabellón de la Secesión, siempre la Secesión, como un pequeño joyero frente a la Karlplatz. Parece sencillamente un juego, una intromisión arquitectónica, una sugestiva broma plantada entre la opulencia de los edificios de la vieja Viena y el nuevo cinturón burgués que rodea gloriosamente la ciudad. Ver Sacrum, primavera sacra, se lee en los muros blancos antes de entrar a ver el friso de Klimt para la exposición dedicada a Beethoven. El pintor creó un fresco temporal para completar una exposición dedicada al músico alemán que estaba representado por un busto policromado. De lo fundamental a lo accesorio, la escultura ya no se encuentra allí (de hecho el edificio fue derruido en la guerra) pero la pintura sí. Intrigantes los rostros que narran el miedo, la belleza, la muerte y la creación mientras giras sobre los talones en silencio. Al salir de nuevo al aire libre, los turistas picotean algo entre los puestos del Naschmarkt y los pasos te llevan hacia un pequeño bar desde el que se escucha algo parecido al jazz manouche. La vieja Europa de los hombres libres, la surcada por el Danubio, la Mitteleuropa de Claudio Magris llama a tu puerta desde el corazón del continente mientras el sol se marcha de Viena.