Arquitectura

El madrileño que ha transformado el “skyline” de Oslo con el ansiado Museo Munch

El arquitecto madrileño Juan Herreros, al frente de Estudio Herreros, y su socio Jens Richter han sido los creadores del Museo Munch, una pieza imprevista en la capital noruega

Juan Herreros y su socio, Jens Richter
Juan Herreros y su socio, Jens RichterJan KhürJan Khür

Cuando en 1944 el pintor Edvard Munch muere legó todo su patrimonio pictórico –dos tercios de lo que produjo en vida– a la ciudad de Oslo puso una única condición: que se construyera un museo para alojar su obra. Tras sucesivos intentos para llevarlo a cabo, en 2008 se materializó en un concurso internacional que se falló un año más tarde y en el que veinte participantes compitieron para materializar la voluntad del pintor. El arquitecto madrileño Juan Herreros, al frente de Estudio Herreros, junto a Jens Richter, ganó el concurso. Así nació el museo más grande del mundo dedicado a un solo artista: el Museo Munch. Inaugurado el pasado 22 de octubre, con las emociones aún a flor de piel, Juan Herreros atiende desde Nueva York a LA RAZÓN, en un pequeño hueco de su apretada agenda.

-Han sido más de 10 años de espera, ¿qué ha pasado para que se alargase tanto la construcción de este museo?

-Ha tenido que ver con el desarrollado espíritu democrático de Noruega, donde los procesos participativos tienen ya una larga tradición y donde todas las decisiones son muy discutidas. Hay dos procesos paralelos: el de diseño y el político. Y luego hay que desarrollar como arquitecto otras herramientas de atención, de diálogo, de escucha y de toma de decisiones que ya no son solo las herramientas propias de tu disciplina. Hay que salir a la arena pública y terminar de diseñar tu edificio en esas otras mesas que no son las de tu estudio.

-¿Qué diferencia a este museo de otros?

-Trata de dar forma arquitectónica a los asuntos que se vienen discutiendo desde hace unos años respecto no solo de los museos sino de las instituciones públicas en general. Es la necesidad de asumir que las instituciones tienen dos públicos: el local, para el cual el museo tiene que representar algo inscrito en su vida ciudadana, un lugar al que ir con frecuencia; y otro, el esporádico, que tiene una relación más centrada en la visita al edificio o la colección y que posiblemente no volverá en mucho tiempo. En este museo se manifiesta en que el vestíbulo es como una plaza con una colección con pequeños edificios: un auditorio, un cine, una biblioteca, un restaurante, un centro educativo y un museo.

En segundo lugar, todas estas instituciones hablan de que tienen que ser transparentes. El Museo Munch lo es de verdad. Los visitantes mientras lo recorren ven a través de unas ventanas los lugares donde se realizan los trabajos de restauración, de clasificación. Los niños pueden entender que hay más de 300 personas trabajando en un “staff” para que todo sea un organismo vivo y no un archivo oscuro.

Por último, la neutralidad y la versatilidad de los espacios. Ya hace años que se viene defendiendo que los comisarios deben encontrar unos espacios neutros y no definidos. Este museo no tienen ninguna dirección impuesta desde la arquitectura con respecto de su ocupación, es totalmente libre. Esto quiere decir que hay una parte para la expresión arquitectónica, para el diseño más significado en los espacios de circulación, pero renunciamos a ello en los espacios expositivos que convertimos en unos lugares totalmente neutros para la instalación de las colecciones.

-¿Cómo ha sido diseñar un proyecto así?

-Un reto absoluto en muchos campos. Desde la revisión del concepto de la institución hasta la sostenibilidad. Es un proceso de diseño que se produce en medio de muchas conversaciones, discusiones y reuniones que se va redefiniendo así mismo permanente hasta el punto de que incluso algunas cuestiones que podrían considerarse punteras en 2009 ya no lo eran diez años después. Hemos tenido que adaptar el proyecto para que, al menos el día de su inauguración, estuviese en una línea de vanguardia en muchos aspectos. Como la reutilización de los recursos medioambientales o la disminución de la huella de carbono, que hace diez años no era tan insistente su importancia. Cuestiones así.

-¿Los museos que veremos en el futuro serán así?

-Las instituciones culturales deben afinar su intención y responsabilidad social. Tienen que asumir que el museo es el lugar para reflexionar y comprender muchas cosas. Es el sitio en el que se puede cambiar el relato de la historia en el momento en el que una serie de inquietudes atraviesan el presente y nos obligan a revisar muchas de las cosas de las que estábamos convenidos. La arquitectura debe contener esas inquietudes y darles forma. Los museos del futuro quizá serán museos en los que la arquitectura no será mero contenedor o mera imagen de la importancia de una gran colección sino que tipológicamente se tendrán que convertir en nuevos lugares en los que los ciudadanos entiendan que no son sujetos pasivos sino verdaderos protagonistas.

-¿Qué supone este tipo de edificio en la arquitectura noruega?

-Que los edificios públicos se puedan desarrollar en altura y que no sea solo un patrimonio de la expresión del poder del capital sino también de lo social. Esto significa en Noruega una especie de orgullo nacional. El Museo Munch ha sido el más ambicioso y complejo de estos edificios. Yo creo que la forma en la que se ha realizado todo, las controversias han generado un éxito que viene del orgullo de haber hecho las cosas por el método que allí se considera el bueno y por añadir una pieza a su Skyline que no tenían prevista en la que por así decir han participado todos y han sentido la necesidad de hacerlo. Yo diría que hoy el Museo Munch es el más noruego de los edificios de Oslo.

-Ha reinventado otros espacios expositivos para adaptarlos al arte contemporáneo, ¿se siente mejor en este papel o en construcciones desde cero?

Estoy convenido en que la ciudad debe construirse en la medida de lo posible sobre sí misma en lugar de expandirse consumiendo un territorio que es muy valioso. Recuperar los edificios y someterlos a un proceso es una obligación para no renunciar a los estratos de la historia de nuestra ciudad, para no arrasar lo que tenemos pero también por responsabilidad disponible. La idea de construir la ciudad sobre la ciudad en el siglo XXI me parece muy emocionante, más comprometido e interesante que buscar solares vacíos para colocar edificios singulares.

-Lleva 35 años dando clases en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, pero lo ha hecho por todo el mundo. ¿Cuál es su interés en una práctica académica tan global?

-El eje de mi carrera academia es la Escuela de Madrid, a la que me siento vinculada inevitablemente. Mis experiencias en otros ámbitos docentes han tenido siempre el objeto de enriquecer y confortar nuestra experiencia en una escuela pública de un tamaño aparentemente desbordante, en otros modelos en los que importar recursos y prácticas novedosas. Yo lo que hago es perfeccionar en la medida de lo posible mis sistemas pedagógicos en Madrid gracias al contacto que tengo con esas otras escuelas de arquitectura. Y a la inversa, lo que los profesores de las escuelas españolas aportamos cuando tenemos esas incursiones en otros centros es muy equilibrado con lo que recibimos. Nosotros podemos aportar mucho y de hecho muchos profesores españoles en escuelas de arquitectura de todo el mundo.

Debemos estar orgullosos de nuestras escuelas públicas cuando las comparamos con las más punteras del mundo, algunas con presupuestos desorbitados. Pero esto no quiere que podamos dejar de esforzarnos. Existe un diálogo muy fructífero que se está produciendo entre centros académicos más potentes y las escuelas públicas españolas que son extraordinarias.

-¿Están mejor valorados los arquitectos fuera de España?

-Hay de todo. Lo importante es que España debería estar muy orgullosa de sus arquitectos que son reconocidos internacionalmente, que dirigen escuelas de arquitectura en todo el mundo, que publican en todas las revistas y en todas las editoriales, que son expuestos en los museos más importantes del planeta, y que compiten con los mejores de oficinas pequeñas en concursos internacionales. Creo que no soy el único que desearía que estos valores sean más conocidos y mejor apreciados, evitando lecturas un poco superficiales sobre los arquitectos, que tampoco se corresponden con la realidad.

Me parece que sería muy importante tener el mismo orgullo con otras disciplinas. Eso ayudaría a entender lo importante es que los estudios pequeños y jóvenes tenga oportunidades para encaramarse en ese mercado y no tener que abundar y nadar permanentemente en la precariedad.

-¿Y oportunidades para proyectos más potentes? ¿Hay más en el extranjero?

-España lleva años intentando salir de una crisis que barrió los grandes proyectos de su agenda con una cierta lógica. La palabra oportunidades no debe centrarse en las grandes realizaciones, sino en las generaciones más jóvenes que tienen difícil acceder a los encargos por falta de currículum. Eso en otros países está más avanzado, donde los estudios pequeños y los arquitectos más jóvenes tienen estructuras de acceso a los encargos, lo que les permite elaborar pronto un currículum con el que poder competir luego en proyectos más grandes. En eso, creo que si hay más oportunidades fuera de España que dentro y que espero que pronto cambie.

-¿Cómo han sido para los arquitectos los meses de pandemia?

-La pandemia ha tenido efectos dramáticos en nuestra profesión. No habíamos terminado de salir de la anterior crisis, en cuanto a cantidad de trabajo y las posibilidades de hacer arquitecturas, cuando de repente aparece este nuevo escollo en el camino. Mucha gente no lo ha resistido y muchos estudios han tenido que cerrar. Sus secuelas se van a notar mucho. La pandemia ha demostrado la importancia de esas viviendas en las que no se podía teletrabajar, de tener espacios compartidos en los edificios residenciales y que lo valiosas que son esas azoteas en las que no hemos sabido hacer nada durante años. Eso son cosas que la arquitectura ya venía enunciando.

Es decir, que la arquitectura ha demostrado su importancia y su necesidad pero sin embargo no se si ha sido convocada con claridad para redefinir esa ciudad post pandemia que sabemos que debería ser más colectiva más verde con menos contaminación y definitivamente, con más calidad de vida.

-¿Cree que lograremos alcanzarla?

-No tengo muchas ilusiones de que esas transformaciones vayan a ocurrir, que los arquitectos vayan a ser convocados como una de las profesiones, porque la ciudad ya es un trabajo colectivo y los arquitectos somos solo parte de ello, pero sería esencial que se adoptara como una posición crítica colectiva de todos. Que dijéramos: “Vale, vamos a construir esa ciudad”. Una ciudad que tiene que afrontar el reto del cambio climático, la desigualdad social, eliminar los coches de sus calles en la medida de lo posible. Cambiar la forma en la que vivimos si queremos dejar un legado a nuestros nietos. En ese cambio de paradigma la arquitectura tiene mucho que decir. Esa sería la consecuencia de la pandemia que me parece más valiosa.

«La arquitectura cambia la vida de las personas»