Comercio
Almirante 23: un refugio para los coleccionistas
Conocemos el negocio que, desde 1967, compra y vende objetos que forman parte de la memoria colectiva
Nos acercamos a Almirante 23 (C. de Meléndez Valdés, 48), la tienda del coleccionista de antigüedades desde 1967. A través de su ventana se puede ver una noria construida hace 30 años por el dueño, Ángel de la Torre, de las pocas piezas que no está en venta por considerarse una insignia del negocio.
«Yo estoy en la concha del apuntador», dice Ángel una vez llegamos, aludiendo a esa figura que se encontraba entre las bambalinas de los teatros que, pese a no ser vista, importaba su presencia. «O también ocupo la silla del bombero», continúa, refiriéndose al encargado de la seguridad de los teatros para evitar que se repita algo como lo ocurrido en el Teatro Novedades hace casi un siglo.
El entrevistado empezó con su padre, dedicado al mundo de los anticuarios. «Yo trabajaba en Alemania como técnico electrónico en una fábrica de Philips. Mi padre me pidió que volviera para unirme a su negocio de antigüedades, quería enseñarme. Así empezamos juntos en el negocio de la calle Almirante».
Fue en Almirante donde Ángel de la Torre se formó y luego se encargó del negocio una vez su padre se jubiló. «Cambié totalmente la tienda: nada de cuadros, nada de antigüedades. A mí lo que me gustaba era el coleccionismo, las tarjetas postales o las cajitas de lata» confiesa. Además, él vivía en la calle del Amparo, muy cerca del Rastro, que entonces funcionaba diariamente. «Todas las mañanas madrugaba, iba para la Plaza General Vara del Rey y observaba cómo los camiones volcaban en un descampado un sinfín de antigüedades, como postales, latas, plumas estilográficas, frascos de cristal, pequeñas porcelanas o mecheros… y yo tenía el prurito de comprar lo que me gustaba para mi tienda». Recuerda numerosos desembalajes que la gente no apreciaba, pero su instinto les presagiaba un gran porvenir. «Compraba todo lo que salía en postales, he llegado a llenar un taxi de compras para Almirante. Y este fue el cambio, porque la tienda que hasta entonces era solamente de cuadros y antigüedades como muchas otras de Madrid, véase las de la calle de Prado, pasó a ser un negocio diferente».
En cuanto al perfil de este local, Ángel indica que «se trata gente alrededor de 50 y 60 años, normalmente hombres; las mujeres, en su caso, suelen comprar polveras, porcelanitas, colgantes y pendientes. Pero el coleccionista es una figura muy curiosa y hemos conocido casos muy llamativos, como la colección de escupideras, orinales, capuchinas, plumas estilográficas o encendedores, por supuesto de gasolina». Con una mirada que refleja su devoción por este negocio, Ángel habla de quienes han buscado relojes de patata, «esos muy sencillos y baratos, normalmente despertadores con sonería, que se compraban a saco como las patatas»; fotografías antiguas; o los relojes imperio, especiales y diferentes, que han convertido sus casas en auténticos museos.
Actualmente es Silvia de la Torre, hija de Ángel, quien se dedica a Almirante 23 y continuará con el legado de su familia. Con humor, Ángel afirma que «tiene un exquisito trato con el público, pues yo ya estoy más quemado que una caja de cerillas».
No temen por la supervivencia de este negocio porque «siempre habrá gente para aficionarse por cosas muy variopintas». Por poner un ejemplo, dice, «ahora hay mujeres que vienen pidiendo recortables de muñecas; o también revistas de la época, como Florita o Azucena». De hecho, como se viene diciendo aquello de que la historia es cíclica y funciona como un péndulo, hay una vuelta al pasado y ha resurgido la demanda de máquinas fotográficas analógicas. «Yo era un gran amante de la fotografía, llegué a montarme un laboratorio donde revelaba mis propias colecciones, llegando a aglutinar cerca de cinco mil imágenes, cuyos negativos todavía conservo». Por otro lado, este mercado está abriendo paso a los jóvenes, pues «vienen muchos chavales preguntando por cromos de fútbol, hasta tal punto que en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo hay todos los domingos gente intercambiando cromos».
Aquí podemos identificar cerca de cinco millones de postales provenientes de cualquier sitio de España y del extranjero. «Es muy probable que, hablando de postales, aquí se encuentre lo que se busca. Por ejemplo, de Madrid tenemos fácilmente 30.000 postales; de Barcelona casi que también». En este sentido, la clasificación y el orden cobran una especial relevancia, porque «si no eres un fanático de la clasificación difícilmente se consigue una colección de nivel», apunta Ángel; y así lo podemos ver en su pequeño rincón donde trabaja, tapado con una manta y siempre con tareas pendientes, entre numerosas postales ordenadas alfabéticamente.
Y mientras Ángel nos hace un recorrido sobre, más que la historia de su negocio, la historia de su vida («de este negocio solo puedo decir que jamás en mi vida me he aburrido», afirma), escuchamos a Silvia, su hija, atender a un cliente. Este se encuentra sentado en una silla y Silvia le expone varias cajas de cerillas cargadas de cromos; hablan de que «los primeros cromos que compraban nuestros abuelos venían en las cajas de cerillas, uno por caja. Hubo más de 30 series. Nos remontamos al siglo XIX». Y al final, estamos ante un encuentro que pone en valor la historia y las personas que ensalzan el atractivo de pequeñas cosas que, pese a haber pasado desapercibidas para muchos, forman parte de la memoria colectiva, como el caso de uno de los primeros botes de Cola Cao que Silvia nos enseña o la función que tenían los esteroscopios, otra pieza que no está en venta porque «hay un valor superior al económico».
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