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Gastronomía

Ponemos nota a Narru, en San Sebastián

Este local respira luz y orden. Casi como un salón donde se estudia el buen gusto. Su cocina nos recuerda que la serenidad no está reñida con el apetito

La cocina está bajo manos de Íñigo Peña LRM

Hay restaurantes que no necesitan levantar la voz para que uno se siente mejor en cuanto cruza la puerta. En esa linde donde San Sebastián combina paseo, brisa y un deje de elegancia natural, aparece Narru con esa manera suya de darse sin pretensiones. El local respira luz y orden, casi como un salón donde se estudia el buen gusto sin dogmas. Es el tipo de sala que recuerda que la serenidad no está reñida con el apetito, y que el comensal agradece que lo traten como alguien que viene a disfrutar y no a ser impresionado.

La casa se abrió camino con esa firmeza tranquila del oficio bien entendido. Hoy vive en los bajos del hotel donde se acomoda como si llevara allí desde siempre, y la cocina, bajo la mano de Iñigo Peña, mantiene la personalidad que la hizo conocida: producto de temporada, mirada vasca sin rigideces, técnica que aparece sin alardes. Ese equilibrio, tan difícil, se nota incluso en la manera de transitar por la sala, donde cada pase llega con naturalidad, sin ceremonias, pero con un respeto evidente por la mesa. Y vaya por delante el gran trabajo de Javier como sumiller, por su sentido común para aconsejar al comensal variopinto, y siempre encontrar la oferta justa y lo más atrevido para los iniciados.

El menú tiene una cadencia que acompaña. La ostra, natural o aliñada, es un inicio que ordena el paladar; las anchoas AGUR funcionan como declaración de intenciones, limpias, medidas, de las que piden pan sin urgencias. El bogavante asado con crema de garbanzo y tuétano es uno de esos platos en los que la cocina demuestra que sabe dónde está su fuerza. No hay ruido: solo un bicho bien tratado que se abraza a la untuosidad sin perder frescura. El steak tartar de solomillo mantiene la línea de equilibrio, y la ventresca de atún aliñada parece hecha para los que agradecen la tersura sin artificio.

Pero Narru no es un recetario, sino un estado de ánimo. La barra del día, el paso de la gente que desayuna como quien empieza la jornada con un ritual amable, los que asoman por la tarde buscando un momento de conversación, ese pequeño mundo que vive alrededor de un café o de un vino. Todo eso forma parte del carácter de la casa. No es un restaurante encapsulado, sino un lugar que acompasa el ritmo de la calle y lo convierte en experiencia cotidiana.

La carta sigue en esa línea de hondura tranquila. Las almejas, marineras o a la plancha, recuerdan esa cocina que no necesita nada más cuando el producto llega en forma. La centolla con su crujiente de pan aparece con nobleza sin querer competir con nada. Y el ravioli de rabo, foie y setas es quizá el ejemplo más claro de cómo se trabaja la temporada aquí: un bocado pleno, rotundo, pero ligero en intención. El pulpo a la parrilla, con su pilpil de pimentón y las patatas rate, devuelve la sensación de cocina doméstica bien afinada.

Luego está la parrilla, territorio mayor de la casa. La merluza a la brasa con crema de coliflor y kale es una de esas pruebas de que lo moderno y lo clásico pueden convivir sin fricciones. Las kokotxas de merluza, impecables, mantienen el gesto tradicional que tanta memoria guarda en esta tierra. Los pescados de anzuelo –lenguado, besugo, rodaballo o salmonete– llegan con la solvencia del fuego bien llevado. Y para quien busque contundencia, la txuleta mantiene el pedigrí que uno espera en un restaurante vasco que respeta la proteína sin aspavientos.

Los postres siguen el mismo compás: una crema de queso templada con frutos rojos, una manzana con helado de leche, ese repertorio de dulces que cierran sin cansar.

Narru no pretende deslumbrar. Pretende acompañar. Y esa manera de estar, entre la emoción medida y el sabor honesto, acaba siendo su mayor virtud. Aquí comer es encontrar un lugar donde todo tiene sentido sin necesidad de explicarlo.

BODEGA 8,5

COCINA 8,5

SALA 8,5

FELICIDAD 8,5