Opinión

Másterchof

Esta mañana he ido a calentarme el café en el microondas de la oficina y al abrir la puerta me ha dado un vahído que casi muerdo la lona. Los microondas de oficina tienen, normalmente, más mierda que un coche por debajo porque todo el mundo espera que alguien, el otro, un prójimo, tenga algún día el cuajo de remangarse y pasarle un trapo para quitar todos los pegotes que han vomitado los tuppers. Así que te llevas el tupper de casa. Todo va bien hasta que abres la puerta del microondas y hay un batiburrillo de olores sospechosos. Si huele a carne, más o menos. No pasa nada porque huela a albóndigas. No pasa nada porque huela a macarrones a la puttanesca, no pasa nada si huele a canelón, a musaka, ni siquiera si huele a lentejas con chorizo. Pero, ay, siempre hay una compañera a dieta. Abres el microondas y sabes perfectamente que tu compañero el sano ha comido esta semana lombarda cocida y gallo de ración. O bacaladilla, una caballa que merece garrote vil. Bien, pues esta mañana he ido a calentarme el café, he abierto la puerta del microondas y me ha venido un bofetón apestoso: el máster de Cifuentes es así. Nadie lo limpió en su día, siguieron entrando tuppers y el suyo explotó por no vigilarlo. Vamos, que ni se asomó al cristalito. O lo tiran y cambian la cocina o siempre quedará retestín.