Opinión
El juego-pelota
Dejo la política y me vuelvo a los recuerdos. Con el buen tiempo acudían, ardorosos, los mozos la tarde del domingo. Llevaban camisa blanca, con los brazos remangados y calzaban alpargatas de Cervera o de Arnedo. En torno suyo se iba cerrando un círculo expectante formado por chicos y grandes mientras los jugadores botaban ceremoniosamente la pelota, fabricada en casa con un rollo de tripas de gato, lana de las ovejas y badana de cabrito. La expectación subía si competían solteros contra casados. Era el único momento de sus vidas en que aquellos hombres salían de la rutina y del silencio pardo de la tierra y se sentían protagonistas, dignos de admiración, como héroes antiguos.
En Sarnago el juego-pelota era el frontón de la iglesia, coronado por las campanas y la veleta. Con los años fue abriéndose una profunda grieta, en la que se escondían los ocetes y los murciélagos, bajo la campana grande. Hasta que un día el paretón se derrumbó y arrastró al campanar y las campanas. Nunca se le llamó allí «juego de pelota» o «juego de la pelota», que habría sonado a cursilada; el frontón era el juego-pelota simplemente, sin preposición ni más adornos. En mi infancia era el deporte-rey de aquella tierra. Allí nos pasábamos los niños las horas muertas. Durante siglos este noble deporte, que no ha merecido el reconocimiento olímpico, fue integrante esencial de la cultura rural. Frontones quedan en los pueblos que son el primer vestigio de arquitectura civil. Lo mismo que no había pueblo sin iglesia, sin fuente o sin escuela, no podía faltar en ninguno el juego-pelota, construido con piedra labrada y pulida, con su correspondiente trinquete a la izquierda, o de forma mucho más rudimentaria, como en mi pueblo, aprovechando la fachada de la iglesia.
Este antiquísimo deporte, legado cultural vasco, fue extendiéndose por la península y se afincó en frontones de Navarra, la Rioja, Castilla, Aragón, Valencia, Madrid... Y desde España saltó a América. En Madrid el deporte de la pelota llegó a adquirir gran relevancia, impulsado por la rica burguesía industrial vasca. Se construyeron verdaderas joyas arquitectónicas, como el legendario frontón de Recoletos, Jai Alai o el Beti Jai, un día populares, sucumbidos por la desidia municipal. En los pueblos los recios frontones, en los que bulló la vida, son ahora espacios solitarios. Conozco uno que luce aún en su frontispicio, como humano vestigio de otros tiempos, con letras ya desvaídas: «¡Vivan los quintos del 78!».
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