Opinión

Confusión

Doctor, qué me pasa. El otro día, mientras contemplaba el final de la votación de la moción de censura y se consumaba la presidencia de Pedro Sánchez, me sentí unida a Joan Tardá y a Gabriel Rufián. Eran los únicos que no daban saltitos, ni se abrazaban, ni se besaban, ni estaban a punto de romper a llorar. No estaban emocionados, ni levantaban el puñito, ni se les saltaban lagrimillas de pena. Eran dos tipos que habían ido a matar, sencillamente, como salidos de una película de Sam Peckinpah, sin sentimientos, como suelen hacerlo los que vienen a una matanza con un único objetivo: no disfrutar del ahorcamiento en plaza pública.

Por una vez me sentí unida a estos dos, los únicos que no me dieron vergüenza el otro día. Entre las plañideras, los contentos por haber cambiado de delegado de curso adolescente y los de la ola cuando acabas de tumbar a tu rival, Tardá y Rufián me parecieron los únicos serios de entre trescientos cincuenta. Qué me pasa, doctor. Ahora bien, el que se llevó la palma fue Monedero, ese hombre capaz de cagarla todos los santos días y no aprender. Ese prestigioso politólogo al que se le olvidó recordar que es de muy mala educación rebozarse en el charco de mierda del vencido y que, para colmo, se muestra asquerosamente condescendiente con sus manitas atrapando los hombros de una mujer que no se puede zafar. Qué me pasa, doctor. Y dónde se puede abjurar.