Opinión
No sin mi hija
El otro día asistí, tirada en mi sofá, a la repetición de la intervención de la entrada de la Pantoja en «Sálvame» como madre desgarrada incapaz de controlar a la niña que adoptó en Perú. Independientemente del espectáculo televisivo y de la sordidez de algunos detalles que ya se han desvelado, se puede entender el dolor de una señora al no haber podido controlar a una joven que ya ha desvelado que no piensa trabajar en su vida, que llega con los churros a su casa y que es evidente que no posee la cabeza ni el sentido de la responsabilidad suficiente que se le supone a una mujer que es mamá de un niño de cuatro años. Pasemos de largo por los escabrosos charcos de la prensa rosa y centrémonos en algo que da para pensar: la adopción.
Desgraciadamente he tenido la oportunidad de vivir de cerca alguna que otra acogida fallida. O bien porque los críos no cumplen las expectativas, no son como creíamos que iban a ser y fundamentalmente porque se olvida que esos niños tienen su propio disco duro, sus experiencias vitales que les marcan para siempre si no se trabaja con ellos. No son como tú ni como tus otros hijos y esa diferencia hay que salvarla con ayuda externa para que sean, de verdad, iguales. Iguales, sobre todo, a la hora de metabolizar bien las frustraciones que quizá nos provocan. En el caso de la tonadillera, además, sabemos que tiene otro hijo biológico que tampoco es que haya sido modélico pero, sin embargo, su madre ha estado incondicionalmente con él y jamás le ha dejado de la mano. La joven adoptada vive apartada de su madre, sin contacto habitual, sin cobijo sentimental en lo que se pretendía iba a ser su familia. Esta no es la historia de la Pantoja, este no es el primer caso ni, desgraciadamente, será el último. Adoptar es muy serio. Hermoso, pero no son unos zapatos ni una falda para cambiar.
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