Opinión
Humanidad
Conocí a Eduardo Zaplana hace bastantes años. Era el deslumbrante presidente de la Comunidad Valenciana. No le gustaba a mucha gente. Quizá estaba demasiado moreno, demasiado delgado, quizá sus carillas eran demasiado blancas. Yo le conocí cuando todo eso pasaba y he decir que, contra todo pronóstico, me pareció un tipo educado, agradable, y cuidadoso en sus formas, algo que no puedo decir de algunos políticos de la época.
Ni siquiera de ahora. Ni siquiera de gente que conozco a diario. Ser educado, agradable y cuidadoso en sus formas no le va a librar de acabar siendo juzgado y condenado. Pero es que aún no ha sido juzgado, no está condenado, y se le está yendo la vida. Zaplana padece una leucemia atroz: su organismo ha rechazado el trasplante, sufre continuamente infecciones graves ahora pulmones, ahora boca, laringe, encías y su aparato digestivo también le falla. Los médicos del Hospital La Fe de Valencia cuentan en su informe un panorama y un pronóstico ciertamente preocupante. La Ley de Enjuiciamiento Criminal no reconoce solo los derechos del preso cuando está en riesgo de morir, sino que los reconoce cuando esté en riesgo su salud y este es, claramente, un caso con ambas vertientes.
Líbreme Dios de decirle a la Señora Jueza lo que tiene que hacer, pero me cuesta trabajo comprender su decisión. Nadie le está pidiendo que se olvide de las medidas que tenga que tomar, pero que tenga en cuenta que hay más posibilidades que la de dejar morir a un hombre en una prisión sin juicio. Le recuerdo que hubo un etarra famoso, con varios asesinatos y secuestros a su nombre, condenado en firme, que pudo salir a la calle por razones humanitarias y finalmente se decretó su puesta en libertad porque padecía un cáncer terminal. Nunca brindé por su muerte, porque jamás me sale del corazón hacerlo cuando alguien se va. De verdad, ¿hay que llegar a este extremo con Zaplana?