Opinión

Teatro, política, odio

Hemos votado ya muchas veces, en alguna ocasión incluso con esperanza, aunque a menudo fallida. Mi promoción tuvo que aprender a votar y, al mismo tiempo, a desilusionarse del voto, aunque tampoco fuimos ingenuos. En mis años universitarios existió, siempre entre los pocos, gran afición al teatro. No sólo para asistir, como se podía, a las representaciones profesionales, sino a integrarnos de algún modo a aquel movimiento que se plasmaría más tarde en nombres renovadores, porque cierto teatro abandonaba refugios semiclandestinos, como el que utilizaron las emisoras de radio de entonces, texto puro. Junto a algunos compañeros íbamos con frecuencia a la claque del entonces teatro (hoy cine) Comedia, entre Gran Vía y Paseo de Gracia. Era toda una aventura ordenada, porque debíamos seguir las instrucciones de un jefe que aplaudía en determinados momentos. Había que inducir con nuestros aplausos a los espectadores y de este modo podíamos asistir gratis a las representaciones. Recuerdo haber aplaudido de este modo el estreno en Barcelona de «La muerte de un viajante». Pero los universitarios organizábamos también sesiones de teatro leído en las aulas y así lográbamos evitar la censura imperante. Mi intervención en «El malentendido», de Albert Camus, se redujo a lo que mi personaje, que cierra la obra, dice: «No», aunque con convencimiento. Ricard Salvat formaba parte de los cursos comunes en la Facultad de Letras y, naturalmente, me vi obligado a participar en la representación, en una casa particular, de los «Diálogos» de Platón, tan poco teatrales.

Entendimos en carne propia la diferencia entre realidad y ficción. Y ya que muchos nos entregamos a la prístina y hasta clandestina acción política, pronto pudimos advertir, lamentándolo, cuanta ficción había no sólo en el oficial y teatral franquismo institucional, sino en el desengaño de los campos de exterminio soviéticos, emulando a los nazis o a la invasión rusa de Hungría. También la dramática política del pasado siglo acababa en tragedias. Y la política, incluso la represiva del Régimen, resultaba contradictoria, como algunos personajes trágicos de ficción. Hoy hemos descendido, con el ejemplo estadounidense, hasta la farsa. Parte de la vida acaba en tablas. Y posiblemente uno de los mejores ejemplos sea esta ida y venida, de febril hormiguero, que se traen ahora los políticos para forzar deseos ciudadanos. Porque la intensidad política y la dedicación de sus artífices, imprescindibles en una sociedad que se entiende libre y hasta liberada, atenta a cualquier tipo de información inspirada en afecto, aunque llegue a culminar en odio, resulta imprescindible. Todo ello tiene poco que ver con la abdicación a las libertades proclamadas de un admirado periódico como el «New York Times», que acaba de renunciar a su pasado. Siendo aún más joven e inocente entonces de lo que sería hoy alguien de mi edad, el teatro no dejaba de resultar una estratagema para ir descifrando un mundo, para creer que, como cualquier libro, acabaría resultando legible, orgánico, racional. Tampoco la vida es así, pero cada quien aprende esta lección en carne propia.

¿Quién está libre de decir que no ha teatralizado su propia vida? Calderón lo expresó en grande en «El gran teatro del mundo», pero a la representación in vivo, teatral, continuó otro mundo de imágenes: cine, televisión y múltiples formas expresivas que pueden enlazar incluso con la música. También la viví poco después de la adolescencia. Para lograr asistir al teatro del Liceo barcelonés había una escalera lateral que, tras comprar una entrada barata, se lograba acceder a lo más alto, en bancos de madera, tras subir a la carrera, por una empinada escalera hasta intuir dónde se encontraba el casi invisible escenario. También acudíamos al Palau. Formaba parte de la formación paralela de cuantos nos creíamos intelectuales, término ya degradado. Como, más tarde, con las primeras canciones en catalán, los «Setze Jutges», el descubrimiento de Raimon, de Serrat o de Paco Ibáñez que vino al comedor de mi casa a ensayar sus canciones ante mis hijos, entonces niños. ¿Cómo ha podido, parte de todo ello, forjado con ilusión, convertirse en madeja de odios? No somos tan inocentes al final de una vida para no descifrar lo que ha pervertido aquellas ilusiones, no tanto en decepciones –nuestras fidelidades no estuvieron nunca exentas de recelos– como en odios que nos circundan. No es casual que la sociedad catalana, entendida antes por el resto de España como adelantada en tantos sentidos, se observe agresiva y sus iniciativas caigan en un saco de odios compartidos. Vivimos embarcados en una nave de pesimismo por diversas y hasta contradictorias razones. El futuro que se nos vende resulta defensivo antes que ilusionante. Vivimos, incluso, en un mundo enfermo, consecuencia de nuestro irrefrenable progreso. Tal vez interpretar la realidad como una forma de expresión teatral, observar desde la platea el escenario de la vida, pueda resultar menos doloroso, aunque lo dudo. Nunca entendemos la ficción, que acaba en silencio, ni la salida final del escenario.