Opinión

El cajón de la mesilla

Pocas veces he tenido un rosario en mis manos. Pero hay uno que no he perdido de vista o, mejor dicho, de olfato, desde que tenía tres o cuatro años. Estaba en el cajón de la mesilla de noche de mi madre, ese lugar que todas las madres llenamos con nuestros secretos más íntimos, y que todas las hijas abrimos cuando no nos puede ver. Allí dentro, la mía tenía una cajita imitación a nácar con la imagen de una mujer que posaba su mano sobre un libro. Nunca me fije de niña en las letras que la rodeaban: «Rosario de flores del jardín de la santa. Ávila». Teresa, la poeta santa, guardaba en ese estuche un rosario de bolitas granates que terminaba con un cristo en la cruz. Un noche abrí la caja y un olor indescriptible ascendió hasta mi nariz infantil. Me quedé extasiada. ¿Qué olor era ese? ¿Cómo las flores podían conservar su aroma dentro de un joyero? Por supuesto que no comenté nada con nadie.

Pero siempre que podía corría a meter la nariz en ese rosario mágico escondido en la mesita de noche de mi madre. Ella murió hace veinte años. Se fue joven dejándome joven a mí.

Y cuando volví a su casa, acabado el entierro, corrí a su mesilla de noche a coger el rosario del jardín de las flores. Seguía oliendo igual que cuando yo tenía tres o cuatro años, y era para mí. Porque aunque las madres siempre se quedan y descansan cada día en nuestro corazón, su olor a veces desaparece.

La de la mía está en mi mesita de noche, en una caja redonda imitación a nácar que cuando la abres sigue oliendo intensamente a flores de no sé qué. A mi madre.