Opinión

Otros tiempos

Tenía veinticuatro años cuando me vine a vivir a Madrid. Entonces leía «De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall» y pensaba que nada malo podía pasarme. Tenía un jefe que me llamaba al despacho a reprobar mi falda corta, mis salidas con compañeros y mis síntomas, según el, claramente apuntando a bocio. Nunca me llamó para decirme que mi trabajo era bueno, malo, regular. Me hablaba de mi falda y de mi cuello.

Luego tuve otro que me dijo un día que, si yo estaba dispuesta, en breve me podría comprar un piso. Le dije que no. Un día, caminaba para mi casa y paró un coche. Era él. Se ofreció a acercarme donde fuera. En un semáforo se me abalanzó y yo me bajé de su auto cuatro por cuatro sin necesidad de que aquello cambiara de color. Después tuve otro que se enamoró (o eso decía) y que prescindió de mí cuando se percató de que no era recíproco. Más tarde topé con otro que tenía como intendente a un señor que se dedicaba a perturbar con sus comentarios a las mujeres presentes con toda impunidad.

Y de vez en cuando aguanto a algún ciudadano rijoso que cree que tiene derecho a decirme lo que le dé la gana porque soy soltera. A estos últimos ya tengo yo los arrojos suficientes para ponerles en su sitio, porque tengo más años que el hilo negro y porque, aunque no soy precisamente una monada, ya creo que nada puede hacerme daño y ahora, es de verdad. Pero entonces, me callaba por miedo. Espero que entiendan por qué unas mujeres que se sintieron, presuntamente, alteradas y perturbadas no denunciaron entonces y, espero también, que no vengan estos tipos a los que leo estos días con argumentaciones fariseas repugnantes a contarme que todos los hombres pertenecían a una cofradía en lo que todo estaba permitido. Ni antes ni ahora. Basta.