Opinión

David Gistau

David Gistau nació literariamente en La Razón, donde escribió su columna desde la inauguración del periódico hasta el año 2004. Contó siempre con el apoyo de Luis María Anson, amante del talento y la heterodoxia intelectual. Y escribió mucho y muy bien en nuestro joven diario. De La Razón saltó a «El Mundo» de Pedro Jota, de ahí al «ABC», y de «ABC» retornó a «El Mundo» de Antonio Fernández Galiano, actualmente dirigido por Paco Rosell. Se enamoró de Argentina y de una belleza argentina, y tuvo cuatro hijos. Era aficionado al boxeo y lo practicaba, y de ahí surgió la tragedia. Pero su ingenio y talento ocuparon muchos paisajes, siempre desde la astucia, la ironía, el buen sitio que eligió para cada palabra y un desbordado respeto por su libertad y la ajena. Si era susceptible de ser encuadrado en un sector, me atrevería a hacerlo en el liberalismo heterodoxo y provocador, como el del profesor Rodríguez-Braun, Emilia Landaluce o Rosa Belmonte.
Tuve la suerte de tratarlo desde las afueras del periodismo, en Comillas, su villa norteña adorada. La última copa que comparti con él, en la barra del Real Club Estrada a mediados de agosto, fue interrumpida en diferentes ocasiones por cuatro niños rubios, guapos y simpatiquísimos, que se acercaban a su padre para pedirle el «último indio» de la tarde, que les preparaban o Adolfo o Raúl Herrera o Noelia, la virreina de Las Mojadizas. David era un papardo a carta cabal. Los Gistau han sido veraneantes de antiguo de Comillas, de los miembros tradicionales de la burla cariñosa de la paparda. Comillas tiene un nivel de vida alto y un ritmo especial, y su principal industria –aunque le moleste a más de un comillano–, ha sido siempre la paparda, es decir, el conjunto de familias tradicionalmente ligadas al veraneo comillano. En La Rabia de los Herrera, Germán –Man–, a sus noventa años, explicaba a un visitante las diferentes categorías de veraneantes. «Los “papardus” son los de mayor “rangu”. Después vienen los veraneantes, los “acopláus” y finalmente los turistas o chancletas». David era un papardo orgulloso de serlo, como su madre y sus tías, habituales figuras en los veraneos de Comillas. El papardo es un pequeño pescado que visita las costas y playas en verano, y que no sirve para nada… excepto para darle a Comillas la economía precisa para pasar el largo período invernal sin problemas.
David Gistau tenía la mirada viva, la simpatía en la resolana de su piel, la sonrisa natural y fácil y una inteligencia pasmosa. Absorbía todo lo que veía para archivarlo en su privilegiada cabeza. Sentido del humor más británico que catalán, y un aspecto de francés elegante que hacía honor a su apellido. –Papá, ¿puedo pedir el último «indio»?–; –Sí, pero que sea el último de verdad, y dejad de darme el coñazo mientras tomo la copa con mi amigo–. Fue la última copa. Después supe de su drama, y me tenía puntualmente informado de su estado Pili, mi mujer, paparda, jubilada de enfermera, experta en alargar la vida de los demás con la ciencia y el amor, poniendo quimioterapias en La Luz. Todas las semanas, acompaña a su hermana María al Clínico, donde se ocupan de quienes lo necesitan. Y todas las semanas visitaba a David, «que en ocasiones sonríe, en otras mira con tristeza, y lás más cierra los ojos para acostumbrarse a las sombras».
Fue uno de los más brillantes columnistas del relevo. De los que llegan para empujarnos a los veteranos y exigir su justo lugar y sitio. Nadie podrá discutir su maestría, alcanzada en plena juventud, como la muerte. Pero también hay que recordarle su condición de papardo, el más alto grado que conceden los comillanos a sus viejos veraneantes. Cuando medito y siento en el alma su despedida de la primera vida, pienso en esas cuatro cabezas de niños rubios que le pedían a su padre el último «indio» de la tarde. Y en su mujer, y en su madre, y en Comillas, que jamás volverá a albergar el corpachón y la alegría del extraordinario escritor que se ha ido.