Opinión

Los besos

Seré muy antiguo y amigo de las distancias institucionales. Una Reina no puede ser besada por una ministra, ni una ministra besar a la Reina como si fuera una Elisa Beni cualquiera. Y menos aún, si la ministra besucona desea al Rey –cuando ni soñaba con ser ministra impuesta por el amor–, la amable experiencia de la guillotina o una obligada actividad natatoria entre tiburones. En las relaciones institucionales, cada uno está obligado a conocer los límites de su sitio. Perder el sitio es una necia costumbre del ser humano. Su Santidad el Papa, por argentino que sea –que lo es–, no está autorizado a recibir a una ladrona como Cristina Fernández en el Vaticano osculeándole los papos recién estirados. El Papa nos representa a miles de millones de cristianos y católicos repartidos en todo el mundo, y está obligado a mantener, en nombre de todos ellos, el respeto de la distancia. Y una paleta que ha alcanzado la gloria de un ministerio por enchufe de su hombre, habría de saber que la Reina de España no es objetivo a besar, más aún, si la Reina a la que besa es su proyecto a derribar. El beso no es un derecho.

La ministra que besa a la Reina se había empeñado, con la inestimable ayuda coactiva de su hombre, en presidir la feísima –fue fea a rabiar–, manifestación del pasado 8 de marzo. El Gobierno ya conocía los estremecedores datos de la propagación del coronavirus, pero el caprichito de la ministra era de obligado cumplimiento. Y llegó rodeada a la aglomeración imprudente, de un grupito de amigas, todas ellas besadas y abrazadas por la señora ministra, para protegerla del entusiasmo de los periodistas y reporteros. Algunos fueron besados y otros no. La señora ministra, presumiblemente, pudo contagiar a una decena de manifestantes, porque ignoraba que era portadora del virus chino. Y aquel mismo día, en un acto coincidente con la presencia de la Reina, le endosó a Doña Leticia un par de besos, que la Reina aceptó sin remilgos. Conocida la infección de la besucona, los Reyes se sometieron a la prueba, y a Dios gracias, el resultado ha dado negativo. Pero pudo haber sido al revés, y en España no hay un millón de reinas, sino una, precisamente por ser la mujer del Rey, que es también una unidad humana, fundamental para que siga perviviendo, a pesar de las muchas veces que ha sido traicionada, esta vieja y maravillosa nación conocida por España.

El arrumaco a la Reina, y más aún, al Rey, es costumbre que comienza a resultar preocupante. No se besa a los Reyes. Edgar Neville , que era un genial disidente de la prudencia, llegó a escribir que el exceso besucón era propio de gente muy ordinaria. Se saluda con la mano. En la distancia, aireándola con más o menos gracia, y en la inmediatez, apretando la mano del saludado procediendo, previamente y con elegante simulacion al secado de la sudoración palmar, que brota como arroyuelo en las manos de los propensos a la humedad. En ese absurdo rito nacido en el Concilio Vaticano II, momentáneamente en suspenso por el virus chino, de dar la paz a los fieles que asisten a la Santa Misa, y que se ha convertido en un barullo de saludos y besos, se puede analizar la medida o el exceso de los grupos familiares. Mi abuela política materna, madre de un santo misionero jesuíta, no fue advertida del nuevo rito de la paz, y en la primera ocasión que su intimidad se sintió sacudida por la innecesaria ceremonia, cuando se apercibió de que un señor desconocido que asistía a Misa le ofrecía su mano, ella respondió con cortesía mientras se presentaba: «Mucho gusto, viuda de Muguiro».

Le deseo a Irene Montero, como a todos los que han asumido en sus cuerpos el coronavirus, una rápida y feliz curación. Irene Montero es una joven española con tres hijos pequeños y su buena salud es lo más importante. Se lo deseo de corazón. No soy como los suyos, que se alegran del contagio de Abascal, Ortega Smith y Olona. Cuando la enfermedad se apodera del organismo de un ser humano, no hay distancias ideológicas ni animadversiones pasajeras. Pero le ruego que abandone su costumbre de transportar a todas partes –ella o su marido-, a su niña recién nacida, y renuncie a los besos. Ella es parte de otra institución, el Gobierno de España, y también en lo que le toca está obligada a mantener la distancia del respeto. Los besitos, ósculos, carantoñas, arrumacos y demás morrondongos, en privado. Jamás en público, y menos aún con la Reina como fin fundamental del saludo osculeado.

No se besa a la Reina. Se le respeta por lo que significa y por lo que representa. A la Historia no se le besa en público en los carrillos. A cuidarse, a sanar, y a encontrar el sitio, eso tan sencillo que algunos han hecho tan complicado.