Opinión

Oro en paño

Tengo en mis archivos unos libros-caja, encuadernados en holandesa por Zita Echevarría, donde guardo cartas, documentos y manuscritos de muy especial interés y cariño. Los archivos del oro en paño.

Una mañana, en este último enero cumplido, sin motivo puntual alguno, escribí de don José Jiménez Lozano. Me reconocí orgulloso que escribiera en La Razón el más grande y humilde de los escritores de España. Necesitaba escribir de quien mejor lo hacía, de quien hizo de la palabra un altar del campo y los cielos de la Castilla Alta, la Vieja, que fuera de discusión o duda, se ampara en los cielos más cercanos a las claridades de Dios. Don José, formaba parte del grupo elegido de «El Norte de Castilla», del que fue Director. Compañero de sequedad y hondura de don Miguel Delibes y don Francisco Umbral, entre otros. Jesús Fonseca nos lo trajo a La Razón, y aquí fue feliz publicando su maravilla semanal.

Cuando el Cervantes era un premio ajeno a los intereses políticos, fue su ganador más grandioso, y viajó desde Alcazarén a Madrid para recibirlo de manos de los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía. Y con el Cervantes en su poder, muy callado, como pidiendo perdón por la osadía, retornó a Alcazarén sin darle importancia al suceso. No ingresó en la Real Academia Española porque no quiso adaptarse a la grisura de Prisa. Grisura, casi cimarrona, muy influyente en la Real Academia desde que Juan Luis Cebrián accedió a sentar su traspuntín en uno de sus sillones por imposición de Jesús de Polanco y la claudicación de los académicos agradecidos y contratados por el inteligente empresario y editor de Santillana del Mar. Don José se consideraba dichoso y rico en los paisajes sin abandonar su casa de Alcazarén. Allí era querido y venerado, pero a la manera de Castilla. Buscó a Dios desde la ética, la estética, la fe y las herencias místicas de su sitio. Aspiraba a conocer mejor y más profundamente a Dios antes de encontrarse con Él. Le dije en mi artículo que no existía placer mayor para quien escribe que leer al que escribe mejor que todos. Apenas lo conocí. Un par de charlas en ABC y un abrazo en La Razón, en un encuentro de columnistas.

El 19 de enero recibí una carta de don José, quizá de las últimas de su privilegiada vida entregada al inmenso privilegio de Castilla. Fechada en Alcazarén el 19 de enero de 2020. No la transcribo completa porque se engolaría, aún más, mi vanidad. «Mi muy recordado amigo Alfonso: En primer lugar, quiero pedirle disculpas por utilizar el ordenador para escribirle, pero es que, lógicamente, quiero que pueda leer lo que le escribo y le cuento. El lunes pasado me encontré con que Alfonso Ussía, a quien al leer el periódico pone fin a su lectura, hablaba de mí, y esto me trastornó un poco, porque no he hecho nada que saquen en la prensa, y menos en zona o sección de un periódico, porque se trata de aire fresco y sin él no puede vivirse en una sociedad, ni tiene buen ánimo durante el día. Y ésta es costumbre que hace inseparable mi respiro diario con Alfonso Ussía». Me habla de las parcelas de la amistad. «Algo así como mi entrada en esa parcela suya que es algo que usted no podía saber. Le tocaba la parte del autor, que desde luego no sabe que incluso sostiene la paz o la alegría de otro ser humano. Y en su caso, no se perdía nada con ello, pero yo sí, y por esto también estoy contento. Querido Alfonso Ussía. Reciba un grande y agradecido abrazo». Y su firma. Oro en paño.

He leído muchos de los textos escritos en su memoria cuando ya don José había emprendido vuelo desde Alcazarén a los predios de Dios. Pero me han estremecido por su especial belleza los firmados por Abel Hernández en La razón y Gabriel Albiac en ABC. Abel es Castilla, la Castilla vacía de Sarnago y sus melancolías de la sierra de Alcarama. También Abel está buscando su azul infinito y termina de escribir un libro delicioso de Marcos y de Jesús, su Cristo campesino. Castilla es así, Cielo o campo. Y Gabriel estuvo en su entierro. Lamenta la ausencia del homenaje público. En España fallece quien mejor ha escrito en español, y la Política huye. En Francia, cuando falleció D´Ormesson, se organizó un Funeral de Estado, con el Presidente a la cabeza, y en la Santa Sede, el Papa ofició una Misa de Gloria por el alma de Giovanni Guareschi, el creador de Don Camilo y Pepón, aquel alcalde comunista que negaba a Dios, no para ofenderlo, sino para llevarle la contraria. Lo efímero y lo eterno. Y recompone Gabriel los versos de don José cuando el azul del cielo cede al gris. «En la gélida noche/ a la cabecera del cadáver del mendigo,/ reluce una maravillosa puntilla o filigrana,/ tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros./ Ni los Faraones, ni los Césares,/ tuvieron tal armiño en sus días de gloria/ ni en sus tumbas».

Que los buenos vientos a la espalda le ayuden a encontrar a su buscado Amigo, don José, que en lo Alto le espera. Pero no se olvide de Castilla, y menos aún, de España, la cuna de la palabra que tanto le debe.