Opinión
Ponsatí
El Duque de Edimburgo le jugó muy malas pasadas a su mujer, la Reina Isabel II, durante sus viajes a los países de la «Commonwealth». En la isla de Tonga, fueron recibidos por su Reina, una mujer enorme, fuerte,robusta, musculada y con la voz barítona. Al cabo de treinta minutos de chicoleo, Edimburgo interrumpió la charla y le preguntó a su anfitriona: –Perdone que le formule esta pregunta: ¿Usted es hombre o mujer?–. Más o menos lo que Herbert Kretmer –aunque se le atribuya a Groucho Marx–, le dijo a modo de excusa a Greta Garbo: –Excúseme, señora, creí que era usted un muchacho muy antipático que conocí en Filadelfia–. Y era Greta Garbo, que da el relevo en mi texto, nada más y nada menos que a Marilyn Monroe. Toni Curtis se vio obligado a repetir una escena de beso apasionado con la oxigenada rubia más de cincuenta veces en una mañana. El Director le afeaba su indolencia en la pasión. Y Curtis, al fin, se explicó: –Es como besar a Hitler–. Y era la Monroe, no la Ponsatí.
La Ponsatí es una mujer muy local, muy lejana a inspirar un pensamiento. Un barcelonés que la conoció de niña me la describió con misericordia. «Parece como si fuera una majadera de nacimiento que ha desarrollado considerablemente sus dotes naturales». Para mí, que encaja mejor en esta supremacista la escueta descripción de Arthur Baer de su amigo Christian Wilmore: «Nació idiota y ha tenido una recaída».
Nacer tonto corresponde a la mala suerte. Lo peligroso es que el tonto, a fuerza de serlo, se convierta en un ser perverso. La maldad, cuando es consecuencia de una obsesión, es demoledora. Ponsatí, que es mujer, ha celebrado el fallecimiento de más de 200 personas en Madrid por el coronavirus. «De Madrid al Cielo», ha escrito en las redes, apoyada por Puigdemont. Podría haber sido más amable, pero su odio racista es invencible. Y ahí me detengo. Un racista es aquel que cree que su raza es superior a las demás. En lo intelectual, lo físico, lo profesional y todas esas cosas. Guardo en mi biblioteca un libro de un parlamentario catalán de tiempos de la Segunda República –Y Paco Marhuenda que no lo creía lo tuvo en sus manos–, titulado «La Inferioridad de la Raza Catalana»,del que es autor Josep Caballé con prólogo de José María Salaverría. Salaverría, en el preámbulo, se distancia del título del ensayo: «No existe la raza catalana, como tampoco la castellana, la andaluza, la gallega o la valenciana. Todos los europeos, con excepción de los orígenes de algunos vascongados, y ellos también, pertenecemos a la raza caucásica». Ser racista catalán es no ser nada, o como mucho, ser una tontería. Pero el odio y la incultura se han adueñado de los supremacistas catalanes, y en el caso de Puigdemont y Ponsatí, con una característica común. La cobardía. Son delincuentes huídos, que se regodean todos los días en sus frustraciones y superan los límites del odio con excesiva frecuencia. He contemplado con interés científico diferentes imágenes de la Ponsatí, y no me considero genéticamente inferior a ella, sino al contrario. Como apuntó Truman Capote de una antigua novia, «es tan elegante, tan distinguida y tan sugerente como un sapo orinando».
Celebrar la muerte de 200 madrileños o residentes en Madrid, la ciudad más abierta y generosa de España, en la que jamás se pregunta el origen de sus visitantes y los motivos de su estancia, sólo puede responder a los sentimientos podridos de una mujer muy acomplejada, muy paleta, muy limitada, y sobre todo, muy mala. «De Madrid al Cielo», escribe con su gracia del Tibidabo. Ponsatí, golpista fugada, es cobarde, como una gran parte del separatismo catalán. Y ha borrado su inmundo mensaje, cuando ya era tarde y se había difundido por todo el mundo. Para ser muy malo hay que tener valentía y asumir las consecuencias de la propia podedumbre, del estercolero mental que manda sobre esa desdichada mujer. Ponsatí suena a broma. Su sentido de la supremacía racial es, por otra parte, otro camino equivocado. Poca cosa en la cabeza y menos aún en el físico. No se trata de un arrebato consecuente a su felicidad por la muerte de 200 enfermos. Se trata de una simple observación, no excesivamente duradera. Es horrorosa. No hay mujer fea. La mujer se hace fea cuando el odio invade su mente, su mirada y sus sentimientos. Y si la superioridad de la raza catalana depende de Puigdemont, Torra, Ponsatí o Rahola, hay que procurar, por todos los medios, pertenecer a una raza inferior.
La inmundicia de Ponsatí no se ha borrado. La complacencia de Puigdemont, tampoco. Claro, que la negligencia de Sánchez y la chulería de Iglesias ayudan al despropósito. Un vicepresidente del Gobierno con esposa infectada que acude a un Consejo de Ministros estando en cuarentena y sin mascarilla, es un infractor social. Pero de eso, ya habrá tiempo de escribir. Hoy la toca a la Ponsatí, ese bichejo superior. Dios la perdone.
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