Opinión
Fábula empresarial
Tenía el padre todo el poder en sus manos. Imperaba en su familia y en millones de personas. Había recibido de su padre la herencia histórica que legitimaba su fuerza. Renunció a sus privilegios y pasó del poder omnímodo a la mera fuerza de la representatividad. Su empresa, gracias a la libertad y a los poderes que había concedido a sus directores, fue señalada en todo el mundo como modélica. Y creció y se expandió de manera imparable. No obstante, y a pesar de sus innegables beneficios, en la empresa trabajaban personas incapacitadas para la gratitud. Eran hijos o nietos de los que la arruinaron muchos años atrás. La empresa había soportado a duras penas cinco años de persecución y tres de enfrentamientos que desembocaron en la quiebra. El nuevo presidente, con mano dura, en ocasiones excesivamente firme, la fue rescatando de la ruina. Y un día, como todos los presidentes de las grandes empresas, falleció. Él lo sustituyó. Su padre, al que no habían dejado ocupar su lugar, no sólo no se opuso al nombramiento, sino que contribuyó de forma fundamental en la gran empresa, y entregó a su hijo sus acciones no reconocidas, pero que guardaba en los archivos de la Historia. Cumplió con todos los deberes mientras mandó el presidente fallecido, no gozó de privilegio alguno, y no guardó rencor ni mostró deseos de venganza. Comprendió que la mayoría de los directores y altos ejecutivos de la empresa deseaban a su hijo antes que a él como su nuevo jefe, y aceptó con generosidad ese deseo mayoritario. El anterior presidente no le permitió vivir en España durante cuarenta años, y esa situación le dejaba en una clara situación de inferioridad.
Su hijo, hoy el padre, modernizó la empresa, se ocupó fundamentalmente de recuperar entre los suyos la libertad de expresión y de opinión, los Derechos Humanos, la soberanía de los trabajadores en la empresa y el reconocimiento de todas las sucursales de provincias con sus peculiaridades regionales. Se modificó el Reglamento Interno, y se dotó a la empresa de un elaborado y consensuado escrito, que llamaron Constitución, que aprobaron con abrumadora mayoría los millones de componentes de la sociedad. Un 93% apoyó los cambios, y sólo un 7% –muchos de ellos partidarios del anterior presidente–, se opuso al cambio.
La empresa asombró al mundo. Y el nuevo jefe se convirtió en uno de los personajes más admirados internacionalmente. Visitó y fue agasajado en todos los países, libres o no, y su figura se hizo gigantesca. Le ayudó su esposa, una mujer entregada a sus funciones institucionales, la cultura y la caridad. Tuvieron tres hijos. Los que menos confiaron en él, lo conocieron y se pusieron de su lado, exceptuando los rescoldos de los resentidos y los sucursalistas periféricos que confundieron la libertad con la deslealtad. Y en un momento dado, como tantos presidentes de grandes empresas, cayó en la garras de una embriagadora y atractiva prostituta de lujo. Aquello supuso su más grave equivocación, su gran error.
Se sucedieron diferentes contratiempos. Los resentidos, que no agradecieron sus plenas libertades, fueron a por él. Y le acusaron de haber utilizado su empresa en beneficio propio y de la barragana avariciosa. Aquella empresa, que él había salvado con un coraje y una decisión admirables, se sintió herida por el poder que había adquirido una mujer aprovechada. Y dimitió. Presentó su dimisión irrevocable y fue sustituído por su único hijo varón. El hijo demostró muy pronto tener una fuerte personalidad propia, un gran amor a la empresa que le dejó su padre, y unos principios de rectitud inviolables. Carecía de la simpatía y cercanía humana de su padre, pero tenía otros valores. Uno y otro, como el padre del padre y el abuelo del padre, habían demostrado amar a su empresa por encima de todas las cosas. Y el padre quedó en un despacho de la sede principal con poco que hacer.
Ya había roto sus relaciones con la buscona extranjera, pero ésta, despechada, se afanó en chantajearlo. Se mezcló en el asunto un comisario de policía encarcelado por su deslealtad con la sociedad a la que prometió servir, y la llegada al Gobierno de los grandes resentidos que deseaban eliminarlo, no a él, sino a todo lo que de él viniera, exceptuando, claro, la libertad que disfrutaban en la empresa. Inesperadamente, acuciado por coacciones, el hijo renunció públicamente a heredar a su padre, y le retiró su jubilación. Y el que lo había hecho todo por su empresa, quedó humillado en la cuneta. No juzgo al hijo, pero se me antoja excesivamente dura su decisión. Seguramente correcta, pero muy áspera.
Igual que la parábola del Hijo Pródigo, podría haber buscado los resortes para aplicarla al Padre Pródigo. No sé cómo, porque no soy empresario. Deseo para todos los que dependemos de esa empresa que haya sido para bien. El hombre tiene debilidades y hay que saber perdonarlas. Las putas son más frías. Y creo que ha ganado la puta.
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